El shock la hizo temblar, y con la impresión se le desencajaron los ojos, sintiéndose casi a punto de sacar el arma y apuntar a aquel malnacido, cuando él mismo la agarró del impermeable y de un tirón la hizo entrar:
—Para dentro idiota, que llamas la atención.
Toda la serie de movimientos que había puesto inconscientemente en marcha se vieron interrumpidos por aquel simple acto que la envió trastabilleando hacia el oscuro interior del antiguo colegio.
Aquello fue un impacto cuyo efecto había sido el mismo que una ducha para un borracho. Todo se aclaró, aunque sus sentidos sufrían el ataque de la humedad del ambiente y un olor acre que hacía que le picara la garganta.
Detrás de ella, Wilson murmuró un momento para sí después de cerrar con llave y se acercó a la vez que le decía:
—¿Sabes lo que quieres? ¿Has venido antes, yonki?
En la entrada, el timbre de voz le había parecido a Tessa fuerte, casi autoritario; pero ahora que el momento había pasado, se dio cuenta de que Gibbs la tenía apagada y algo nasal, como si se estuviera recuperando de algo.
La mujer se giró para mirarlo, aunque no apartó el pelo de su cara ni se enderezó, manteniendo así su precario disfraz.
Wilson había cenado en su casa. De hecho, ella misma le había servido en su plato, para después apoyar su mano sobre su hombro, dado que después de tanto tiempo metido en su casa junto a su marido, era prácticamente un amigo cercano.
En aquellos tiempos, que parecían estar una década atrás aunque solo hubiera pasado un año, los tres vivían entre las paredes de Springapple: ella era editora en una revista, mientras su marido Laurence Wells y su amigo Wilson Gibbs eran biólogos, cada uno con media docena de másters en distintas disciplinas, y Tessa se enorgullecía en su mente pensando que su marido era el más inteligente de los dos.
Como era de esperar, ambos trabajaban para el gobierno, ya fuera dando clases en la universidad, participando en pequeños proyectos que se les asignaba o incluso en colaboraciones privadas, dado el prestigio que se les asociaba. Pero su marido, además de eso, tenía su propio laboratorio en el sótano.
Laurence invirtió todos sus recursos y tiempo libre en estudiar el principio de toda aquella hecatombe hace cien años: la privatización del agua; el principio de la minarquía.
—¡Eh! ¡Yonki! ¿Te has quedado pasmado o qué? —la sacó de su ensoñación Wilson palmeándole desagradablemente la espalda— ¿Sabes lo que quieres o no?
Tessa miró a su alrededor y rápidamente pensó lo que necesitaba.
—No creo que tengas lo que necesito —replicó con calma. Y funcionó.
—Pfff… —bufó con desprecio Wilson mientras pasaba por su lado—, tengo de lo nuevo lo mejor, y de lo antiguo lo superior: tengo lágrimas negras que saco de mis propias amapolas, puedes chutarte heroinol si quieres, tengo un par de cuartos acolchados; si no traes mucho dinero podemos hablar de alguna platita…
—¿Crías tus propias amapolas? —inquirió en tono burlón la mujer, moviéndose torcidamente metida en su papel— No me lo creo, y traigo un buen dinero aquí si hiciera falta.
Gibbs retorció la boca en un gesto de desprecio, aunque sus ojos brillaron momentáneamente con avaricia, mirando la figura doblada y preguntándose si realmente tendría dinero.
—Bueno, oler no hueles a mendigo, así que ven conmigo —terminó diciéndole, mientras guiaba a su supuesto cliente hacia otra zona del edificio atravesando distintos accesos.
Una vez que Tessa se vio a solas con su antiguo amigo en lo que parecía un invernadero improvisado, decidió no darle tiempo a este de reaccionar, y sacó la pistola mientras le daba una patada en la espalda para hacerle perder el equilibrio.
Las palabras “¿pero qué cojones te crees?” empezaron a salir de su boca, aunque la falta de aliento por la impresión interrumpió su frase.
—Hola Gibbs —lo saludó Tessa mientras se apartaba el pelo de la cara—, ¿ya no reconoces a las viejas amigas?
—Stacy…
—¡No me llames Stacy cabronazo! No tienes derecho a llamarme Stacy —explotó la mujer para después agregar con un tono más controlado—. Solo Laurence podía llamarme Stacy.
—¿Qué haces aquí, Tessa?
—Sabes bien lo que hago aquí, Wilson —le cortó la mujer, dando dos pasos hacia él—, la noche que murió Laurence: yo estaba fuera de casa, pero había quedado contigo. Lo sé porque hace poco que pude abrir sus conversaciones de Signal, y sé que aquella noche tenía que verse contigo, así que dime, ¿qué ocurrió?
—Tessa, no sabes de lo que estás hablando...
—¿Lo mataste? —siseó Tessa.
Wilson la observó un rato en silencio, con una miríada de expresiones cruzándole la cara, como si sintiera mil cosas a la vez, pero entre todas ellas la que destacaba era el cansancio. Aquello no le gustó a Tessa, debido a la idea de que aquel ingrato estaba reflejando sus propias emociones.
—No pude impedirlo, Tessa —respondió Wilson en un susurro—. Es más, si no hubiera sido por Laurence, a mí también me habrían matado.
El aire abatido del antaño biólogo no le dejó la menor duda a ella de que decía la verdad, por lo que bajó el arma despacio, mientras preguntaba:
—¿Qué pasó, Gibbs?
Wilson parecía a punto de echarse a llorar. Giró levemente sobre sí mismo y toqueteó una maceta con el índice, aplanando la tierra, mientras pensaba por donde empezar.
—Aquella noche habíamos quedado en tu casa porque habíamos pedido cita con el comité de ciencias de la Universidad la semana siguiente para presentarles nuestros resultados —empezó a relatar con suavidad—. Y ahí estábamos, en el sótano, discutiendo cómo íbamos a exponer nuestros descubrimientos cuando escuchamos que echaban la puerta abajo.
Tessa escuchaba inmóvil, absorbida por el relato, como si se encontrara allí.
—Laurence era el rápido, ¿sabes? —continuó Wilson limpiándose el dedo en los pantalones y sin levantar la vista en ningún momento—. A mí no me había dado tiempo a reaccionar cuando él me cogió del brazo y me llevó hasta el fondo del sótano, donde estaban esos enormes barriles acostados ¿recuerdas?, y sin darme a tiempo a nada, abrió uno de ellos, me metió dentro y cerró la tapa.
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Editado: 14.09.2025