El sol descendía lentamente sobre las llanuras incandescentes de Ignis, tiñendo el cielo de tonos rojizos, como si el mundo mismo ardiera en una eterna puesta de fuego. Los ecos de la ciudad se apagaban poco a poco mientras el príncipe Kael y sus dos fieles compañeras regresaban al castillo tras una larga caminata por la capital.
En los pasillos de mármol volcánico, los tres eran recibidos por los soberanos del planeta. Vorkan, el dios del fuego, con su imponente presencia y gesto severo, y Syra, la reina, de temple firme y mirada analítica, observaban a sus hijos con atención.
—¿Cómo estuvo el recorrido? —preguntó Syra, cruzando los brazos con suavidad.
—Tranquilo… quizás demasiado —respondió Kael, sin ocultar su sospecha.
Aeris, siempre alerta, observaba los pasillos con su mano cerca de la empuñadura de su arma. Aenara, en cambio, parecía ausente, como si algo se agitara en su interior, una inquietud que ni siquiera ella sabía explicar.
De repente, un rugido metálico sacudió las paredes del palacio. Las luces se tiñeron de rojo, y una alarma comenzó a sonar en todo el complejo como un lamento de guerra.
—¡Alerta nivel uno! —gritó un guardia al cruzarse con ellos en la escalera principal.
Sin dudarlo, Kael, Aeris, Aenara, y los dos reyes corrieron por los corredores del castillo, seguidos por un escuadrón de élite de la guardia real. Los pasillos retumbaban con cada paso mientras las alarmas vibraban como rugidos de una bestia herida.
Al llegar al centro de comando, las pantallas ardían en rojo y los sensores parecían descontrolados. Syra se aproximó al panel central y, tras unos segundos de silencio tenso, bajó la cabeza.
—Falsa alarma —declaró finalmente—. Un fallo en el sistema térmico de los sensores. Probablemente una interferencia provocada por la actividad sísmica de la zona sur.
—¿Eso es todo? —exclamó Aeris, con frustración.
—Por ahora, sí —dijo Vorkan—. Pero esto demuestra que debemos estar más atentos.
Mientras la familia real regresaba a sus asuntos, en lo más profundo de la prisión de máxima seguridad, Tharion observaba desde su celda con una expresión oscura.
—Un error... ¿o una señal? —murmuró con una sonrisa torcida—. Aenara… pronto sabrás la verdad.
A través del cristal mágico que lo separaba del mundo, miró al cielo en llamas como si pudiera ver más allá del planeta.
—Ellos te mintieron. Te criaron bajo un nombre que no te pertenece. Pero yo… yo soy tu verdadero padre, y tú lo sabrás.
Sus palabras se desvanecieron en el silencio opresivo de la celda, pero el eco resonó en la piedra, como una profecía maldita.
Horas después, en el salón de guerra, Vorkan entregó dos pergaminos sellados con cera roja a sus hijos.
—Una señal de auxilio ha llegado desde Glacerya —dijo el rey con voz grave—. Es un planeta aliado en el extremo norte de la galaxia elemental. Está cubierto por hielo eterno, hogar del Orbe Glacier. Han pedido ayuda urgente.
—¿Cuál es la amenaza? —preguntó Kael.
—Aún no lo sabemos. La señal fue fragmentada… pero viene del castillo real. Eso basta para intervenir.
Syra apoyó una mano en el hombro de Aeris.
—Necesitamos que ustedes dos vayan. Aenara debe quedarse aquí. El Orbe Ignis no puede quedar sin protección.
Kael miró a su hermana y asintió con firmeza.
—Entonces partiremos al amanecer.
Desde las alturas del palacio, el volcán sagrado rugió levemente, como si presintiera el inicio de una nueva guerra.