La sala del trono, con sus columnas ígneas y el techo tallado en roca volcánica, temblaba bajo una tensión que no provenía del magma, sino de la verdad.
Kael, Aeris y Aenara entraron juntos. Los pasos de Aenara resonaban firmes, aunque su corazón tambaleaba. En sus ojos no quedaban lágrimas. Solo fuego contenido.
Los reyes de Ignis, Vorkan y Syra, los esperaban sentados en sus respectivos tronos. El silencio se hizo espeso cuando los jóvenes se detuvieron frente a ellos.
—Queremos respuestas —exigió Kael—. Y no vamos a irnos hasta tenerlas todas.
Syra frunció el ceño, inquieta. Vorkan, en cambio, se irguió con gravedad. Sabía que este momento llegaría… aunque había esperado evitarlo para siempre.
Aeris dio un paso al frente.
—Aenara tiene derecho a saber la verdad. ¿Quién es ella en realidad?
Vorkan bajó la mirada. Durante unos segundos que parecieron siglos, no habló. Pero finalmente alzó la voz, profunda como un volcán antiguo.
—Tharion… era mi hermano mayor.
Aenara contuvo la respiración.
—Nuestro padre, el antiguo dios del fuego, tenía planes de nombrarlo heredero. Pero… desde pequeños, sabíamos que algo no andaba bien con Tharion. Era poderoso, sí. Brillante. Pero también impulsivo, impredecible… oscuro.
Kael frunció el ceño.
—¿Lo encerraron por miedo?
—No solo por miedo —intervino Syra, su voz tensa—. Por visión. Nuestro padre tuvo una profecía: si Tharion gobernaba, destruiría no solo Ignis, sino toda la galaxia elemental. Fue entonces cuando el trono pasó a Vorkan.
Aenara dio un paso al frente.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
El silencio volvió… pero ahora pesaba como lava solidificada.
—Tú… no eres nuestra hija —dijo Syra con un nudo en la garganta—. Nunca lo fuiste.
—¡¿Qué?! —exclamó Aenara, retrocediendo.
—Eres hija de Tharion… y de Lyssara, tu madre biológica —continuó Vorkan—. Cuando naciste, Tharion ya había sido encerrado. Pero Lyssara no quiso quedarse de brazos cruzados. Intentó sacarlo, liberar su locura… y pagar con su vida por ello.
—¿Ustedes… la mataron? —susurró Aenara.
Syra tragó saliva.
—No podíamos permitir que ella te criara para repetir sus errores. Te protegimos. Te dimos una vida digna, una familia…
—¡¿Una vida basada en mentiras?! —gritó Aenara, con lágrimas volviendo a sus ojos— ¡Me arrebataron todo! ¡Todo lo que creía ser!
Kael intentó acercarse a ella, pero Aenara lo empujó.
—¿Qué más me ocultaron? ¿Cuántos secretos más se esconden bajo este trono?
Vorkan se puso de pie.
—Hicimos lo que creímos correcto. El futuro de Ignis… y el tuyo… estaban en juego.
Aenara negó con la cabeza, los labios temblando.
—El futuro no se construye asesinando madres y encerrando padres. ¡Eso es tiranía, no protección!
Y sin esperar más, Aenara salió corriendo del salón, dejando tras de sí un eco de rabia, desilusión… y una llama encendida que nadie podría apagar.
—Han perdido a su sobrina —dijo Kael con frialdad, mirando a sus padres—. Y a sus hijos también.
Aeris asintió.
—Si querían destruir esta familia… lo han conseguido.
Los dos príncipes abandonaron la sala sin mirar atrás.
Detrás de ellos, el fuego del trono no ardía como antes. Parecía más tenue. Más incierto.
La llama del pasado se había encendido. Y el incendio apenas comenzaba.