Kael El Dios Del Fuego

08: VOLCANES DE DOLOR

El cielo de Ignis ardía con tonos rojizos mientras el sol descendía tras los picos volcánicos. El viento caliente soplaba entre los riscos, como si la propia tierra susurrara secretos que nunca debieron revelarse.

En uno de los volcanes más antiguos, sentada en la cornisa de roca negra, Aenara miraba el horizonte. Las lágrimas habían cesado, pero no el dolor. Sus ojos, normalmente firmes y brillantes, ahora parecían vacíos.

Las palabras de Vorkan y Syra no dejaban de repetirse en su mente.
"Hija de Tharion."
"Lyssara está muerta."
"Te protegimos."

Protección. Mentiras. Traición.

El calor del volcán no le hacía daño. Era una hija del fuego, pero su pecho ardía con algo más letal que la lava: la herida de una identidad robada.

—Sabíamos que estarías aquí —dijo Kael desde atrás.

Aenara no se volvió.

—Déjenme sola.

—No —respondió Aeris, con suavidad pero firmeza.

Los dos se sentaron a su lado. El volcán rugía levemente bajo sus pies, como si compartiera el dolor de Aenara.

—No queríamos que lo supieras así —murmuró Kael—. Pero ahora que lo sabes… estamos contigo.

—Aunque no compartamos la misma sangre —añadió Aeris—, eres nuestra familia. Y eso no va a cambiar.

Aenara apretó los dientes, tragándose las emociones que amenazaban con desbordarla.

—¿Cómo pueden seguir viéndome igual después de saber lo que soy? Hija de un asesino… de una mujer que murió por intentar salvar a su pareja.

—Porque no eres ellos —dijo Kael—. Eres tú. Y nosotros te conocemos.

Por primera vez en horas, Aenara los miró. En sus ojos aún había dolor… pero también un destello de gratitud.

—Gracias —susurró.

Permanecieron así, los tres, en silencio, mientras las estrellas empezaban a encenderse en el cielo encarnado.

Horas después, Kael y Aeris recibieron una alerta urgente desde el castillo. Se despidieron de Aenara con un abrazo, prometiéndole que volverían pronto. Ella asintió, conteniendo la tristeza. Pero apenas sus naves se alejaron en dirección al castillo, sus ojos cambiaron.

La herida no sanaba. No todavía.
Y en su interior, una idea germinaba lentamente.

No como venganza.
Sino como justicia.

En el trono real, Vorkan y Syra esperaban a sus hijos. A pesar de la formalidad de su posición, sus rostros estaban marcados por la culpa. Cuando Kael y Aeris entraron, no hubo necesidad de palabras.

—La alarma era falsa —explicó Syra, bajando la mirada—. Solo queríamos hablar.

—Queremos disculparnos —agregó Vorkan—. Por las decisiones del pasado… por la forma en que ocultamos la verdad.

Kael cruzó los brazos, observándolos con frialdad.

—No podemos cambiar el pasado. Pero sí podemos decidir si volverá a repetirse.

Aeris se adelantó.

—¿Pueden prometer que no habrá más secretos?

Vorkan asintió, solemne.

—Lo prometemos.

Syra asintió también, con lágrimas contenidas.

—Ignis no puede resistir más divisiones. Ni nuestra familia.

Kael miró a su hermana. Luego asintió lentamente.

—Entonces no los abandonaremos. Pero si rompen esa promesa… no esperen que sigamos de su lado.

La conversación terminó. No hubo abrazos, ni sonrisas. Pero hubo un acuerdo.

Una tregua silenciosa.

Y mientras tanto, en la cima de aquel volcán sagrado, Aenara observaba el castillo a lo lejos. Su expresión era serena.

Pero en su interior, la llama de un nuevo destino acababa de encenderse.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.