El eco de pasos pesados retumbaba en el salón del trono. El mármol rojo, antaño brillante, ahora se cubría de cenizas y sombras. La gran sala, que había albergado siglos de decisiones y glorias, temblaba bajo el aura sombría de Tharion, quien cruzaba su umbral con una determinación feroz y ojos que ardían con fuego azul.
Syra y Vorkan lo esperaban de pie, uno al lado del otro. Él con el rostro endurecido, como un dios preparado para morir de pie. Ella con la tristeza reflejada en cada línea de su rostro, como una reina que sabía que el fin había llegado.
—Tharion —gruñó Vorkan—. No tenías que llegar tan lejos.
—¿Ah, no? —dijo Tharion, deteniéndose frente a ellos—. Encerrarme, mentirle a mi hija, robarle mi sangre, condenarme al olvido... ¿eso no era llegar demasiado lejos?
Syra intentó hablar, pero Tharion levantó una mano.
—No interrumpas, Syra. Por una vez en siglos, escúchame.
La discusión fue intensa, cargada de recriminaciones, verdades a medias, y un dolor que había fermentado durante milenios. Pero no hubo redención. No hubo perdón.
Con un movimiento limpio y silencioso, Tharion desenvainó su espada.
—Este trono... —susurró, mirando a Vorkan a los ojos—... siempre fue mío.
Y, en un instante, la hoja cortó el aire y separó la cabeza de su hermano del cuerpo. La corona de Vorkan cayó con un tintineo triste sobre el mármol ensangrentado.
Syra gritó y se lanzó hacia él, pero Tharion, sin mirarla siquiera, le hundió la espada en el pecho. La reina jadeó, su mirada se encontró con la de su asesino una última vez... y cayó junto al cuerpo decapitado de su esposo.
Tharion respiró hondo. El salón del trono se llenó de un silencio espeso.
—Al fin... el fuego ha sido purificado —murmuró.
A kilómetros de distancia, las naves de Kael, Aeris y Aenara surcaban el cielo con la urgencia del corazón que sabe que algo malo ha ocurrido. La silueta del castillo se alzaba a lo lejos, envuelta en humo y fuego. Pero las puertas estaban cerradas. Las murallas selladas.
—¡¿Qué demonios está pasando aquí?! —gritó Kael, apretando los controles de su nave con furia.
En ese momento, el silencio fue quebrado por un sonido metálico. Las puertas del balcón real se abrieron de par en par, y Tharion emergió, vestido con una capa carmesí, y la corona negra de fuego ya sobre su frente.
Aenara tragó saliva, paralizada. Aeris apenas pudo contener el grito que le ardía en la garganta.
Desde el balcón, su voz resonó con una fuerza sobrenatural:
—¡Pueblo de Ignis! El trono ha sido restaurado. El linaje verdadero ha regresado. ¡Soy Tharion, hijo del antiguo fuego, hermano del usurpador... y vuestro legítimo rey!
Los fuegos de las torres ardieron más alto. La noche se cubrió de humo.
Kael no lo pensó dos veces. Saltó de la nave, cayó de pie y golpeó el suelo con una onda de fuego que abrió las puertas laterales del castillo. Aeris lo siguió, envuelta en su armadura dorada.
Juntos entraron en el castillo... y lo que encontraron fue el horror.
Guardias calcinados. Corredores cubiertos de sangre. Estatuas destruidas. Todo lo que había sido noble, ahora era ceniza.
Aenara los siguió en silencio, pero cada paso le dolía más que el anterior.
En el salón del trono, Tharion los esperaba.
—Llegan tarde —dijo con serenidad, sentado en el trono como si hubiera nacido en él.
Kael apretó los puños. Aeris alzó su lanza.
—¡¿Dónde están nuestros padres?! —gritó él.
Tharion sonrió con una crueldad fría.
—Aquí.
De entre las sombras, hizo rodar un objeto cubierto con una tela oscura. El corazón de Kael se detuvo al verla chocar contra el suelo. Tharion retiró la tela con un gesto teatral.
La cabeza de Vorkan.
Kael gritó, una mezcla de furia y dolor que partió el aire. Aeris cayó de rodillas, con el rostro descompuesto.
—¡MONSTRUO! —rugió Kael.
—No... —Tharion se puso de pie—. Solo soy fuego puro. El fuego al que ustedes negaron su derecho.
Aenara no dijo una palabra. Solo miró la corona en la cabeza de su verdadero padre... y sintió cómo su mundo se rompía aún más.
El reino de Ignis ya no era su hogar. Ya no era un lugar. Era una herida.
Y apenas estaba comenzando a sangrar.