El castillo temblaba bajo el peso del horror reciente. Las llamas danzaban en las antorchas, no como símbolo de luz, sino como testigos de la traición, del fin de una era. Aenara, al pie de la escalinata principal, escuchó los gritos. No eran gritos de batalla. Eran lamentos. Gritos rotos que nacían del alma.
Sin pensarlo, echó a correr, sus pies resonando contra el suelo de mármol. Subió las escaleras con el corazón latiéndole con una mezcla de miedo, culpa y desesperación. Sabía que algo había salido mal, más allá de lo que su mente podía imaginar.
Cuando cruzó el umbral del salón del trono, su mundo se congeló.
Kael estaba de rodillas, su rostro oculto entre las manos, llorando con una rabia silenciosa. Aeris sostenía el cuerpo de su madre, Syra, cuya vida se había extinguido con una crueldad impensable. Sangre, cenizas y fuego eran lo único que quedaba de la grandeza de la realeza de Ignis.
Y al fondo, caminando con una seguridad escalofriante, Tharion descendía por los escalones del trono, con una espada aún humeante en la mano y una expresión de victoria cruel en el rostro.
Aenara no pensó. No dudó. Gritó el nombre de su madre muerta, aunque nunca la conoció, y corrió directo hacia él con una lanza de energía en sus manos, el arma que los Guardianes de Orbes solo blandían cuando el alma ardía con propósito.
La lanza chocó contra el pecho de Tharion... y se deshizo en una explosión de chispas.
Aenara retrocedió, incrédula. Entonces lo vio: sobre su pecho, entrelazado en un arnés negro como el abismo, brillaba intensamente el Orbe de Fuego. Un núcleo ardiente, tan vivo como un sol en miniatura. Su calor irradiaba poder. Un poder al que nadie podía oponerse.
—¿Ahora comprendes, hija? —susurró Tharion—. Yo soy el fuego absoluto.
Kael se levantó, furioso. Aeris se limpió las lágrimas, endureció el rostro y se colocó junto a su hermano. Aenara se les unió sin decir una palabra más. El aire vibró. Las paredes comenzaron a temblar. Tres contra uno.
Y aun así, no fue suficiente.
La batalla estalló como una tormenta infernal. Kael lanzó llamaradas que Tharion bloqueó con un simple gesto. Aeris, veloz como un rayo, intentó alcanzar su cuello con su lanza doble, pero fue repelida por una onda expansiva. Aenara, guiada por la desesperación, invocó cada técnica aprendida en su vida... pero Tharion era un dios con el orbe en su pecho, y su fuerza no conocía límites.
Uno a uno, fueron cayendo.
Kael golpeó el suelo inconsciente. Aeris cayó sobre su hermano, herida y jadeante. Aenara fue la última en rendirse, con la mirada empañada por las lágrimas.
Tharion los contempló con lástima fingida.
—No me obliguen a matarlos. Aún hay fuego en ustedes. Pero ese fuego arderá lejos de aquí.
Con un gesto autoritario, llamó a los nuevos guardias del castillo, leales solo por miedo o por sangre. Les ordenó encadenar a los tres y llevarlos a la plataforma de transporte. Nadie se atrevió a contradecirlo.
Desde la sala de control, Tharion observó la nave sellarse con los tres prisioneros dentro. Tecleó personalmente el destino: Alpha-2000.
Un planeta olvidado, lejano, inestable, cubierto de océanos y tecnología primitiva. Una civilización que ni siquiera sabía de los orbes o de los dioses. Un exilio disfrazado de sentencia de muerte. Nadie en su sano juicio soñaría con regresar desde Alpha-2000.
Las turbinas se encendieron. La nave ascendió, envuelta en el fuego de su partida, y desapareció en el cielo estrellado.
Tharion se volvió hacia el balcón del trono una vez más. El pueblo, aún tembloroso por lo que había presenciado, lo miraba con mezcla de temor y sumisión.
—¡Hijos del fuego! —gritó—. El linaje corrupto ha sido extinguido. El reinado verdadero ha comenzado. No habrá más debilidad, no habrá más treguas. El Reino de Ignis renacerá más fuerte que nunca. Y el primer paso para forjar este nuevo orden... será destruir al planeta elemental más débil.
Sus ojos se encendieron con un resplandor demoníaco.
—Glacerya caerá.
Y con esa sentencia, el cielo sobre Ignis pareció arder más rojo que nunca.