Kael El Dios Del Fuego

FINAL: EL SILENCIO DE LA PAZ

En los cielos oscuros de Umbraxis, la nave de Kael descendía con gravedad contenida. El silencio del planeta era distinto al de cualquier otro mundo: pesado, denso, lleno de cicatrices invisibles. El daño causado por Tharion no solo había sido físico… había calado en el alma misma de Umbraxis.

Kael caminó hacia el trono central, donde el imponente Rey de Umbraxis lo esperaba. Entre sus manos, el contenedor que sellaba el Orbe Darkness, restaurado al fin a su dueño legítimo.

—Ha regresado —dijo Kael, deteniéndose ante el rey.

El soberano abrió la cápsula, y el orbe vibró con una energía oscura, como si sintiera haber vuelto a casa.

—La oscuridad… siempre reclama lo que le pertenece —dijo el monarca mientras lo tomaba entre sus manos—. Pero no te confundas, Kael. Tharion murió, sí… pero fue en tu planeta donde cayó, por tus manos, entre tu gente.

El Rey alzó la mirada, firme como una sentencia.

—Y eso… no será perdonado. La venganza de Umbraxis no ha hecho más que empezar.

Kael no retrocedió.

—No temo a tu sombra —respondió—. Pero no la buscaré. Si vienes por fuego, prepárate para arder.

Sin más palabras, Kael dio media vuelta y se marchó.

En una cámara subterránea, muy por debajo del laboratorio de Jackson, Yelena Hardy ingresaba por última vez. Frente a ella, la cápsula criogénica de Valentina resplandecía con el brillo frío del letargo. La guerrera había decidido regresar voluntariamente a su descanso, buscando en el hielo una paz que el mundo no supo darle.

—Duermes porque quieres… y no porque alguien te obligue. Eso ya te hace invencible —murmuró Yelena.

Luego se dirigió a la bóveda sellada. Tras ingresar los códigos de seguridad, abrió lentamente el compartimento interno. Allí, envuelto en un campo protector, se encontraba el segundo orbe que había logrado recuperar: el Orbe Eternium.

—Tú eres un peligro más grande que todos nosotros juntos… —dijo mientras lo envolvía y lo guardaba en su mochila con cuidado extremo.

En Ignis, entre las luces de la reconstrucción, Aenara, con porte firme y mirada decidida, daba su primera sentencia como reina:

—Desde este día, toda fuente de energía ígnea será compartida equitativamente entre las regiones. Nadie volverá a pasar hambre de calor ni sed de luz. El fuego será un derecho, no un privilegio.

Las calles estallaron en vítores. La noticia se replicó por todo el planeta. Desde las cavernas de magma hasta los poblados más remotos, los ciudadanos celebraron con lágrimas en los ojos. En un rincón de la plaza, Kael observaba en silencio, una sonrisa suave surcando su rostro.

—Lo estás haciendo bien, Aenara —murmuró—. Muy bien.

De regreso en la Tierra, Yelena llegó a su hogar. Guardó cuidadosamente el Orbe Eternium en una caja reforzada, blindada y oculta en una habitación sellada entre capas de concreto y aislamiento energético. Lo colocó sobre un pedestal y cerró la cámara.

—Si alguien alguna vez llega aquí… espero que tenga el corazón correcto —dijo antes de apagar las luces y cerrar la puerta tras de sí.

Pero lo que ella no vio fue lo que ocurrió segundos después de su partida.

El Orbe Eternium comenzó a brillar con una luz morada, intensa, de un tono casi celestial. El resplandor pulsó como si despertara algo antiguo. Una onda energética invisible se expandió por la sala… y entonces, sin causa aparente, una de las ventanas estalló en fragmentos, dejando entrar la brisa nocturna.

El orbe seguía brillando. Silencioso. Misterioso.

Esperando.




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