Kael’varya / Los Cinco Mundos

“Puerta que no debí abrir”

Soy Estefanía Escobar, tengo 27 años, y hoy quiero compartir con ustedes la etapa más decisiva de mi vida, esa en la que una sola decisión provocó un giro de 360 grados en mi camino. Pero para que comprendan cómo llegué a esa encrucijada, debo contarles todo desde el principio.

Si esta historia se te hace larga o algo tediosa, puedes dejarla aquí. Pero si eres curioso —o un poco chismoso— te invito a seguir leyendo. Tal vez, al igual que yo, termines viendo el universo que nos rodea desde otra perspectiva.

Todo comenzó el 12 de octubre de 2023, cuando recibí una llamada de mi hermano Fabián, quien es dos años mayor que yo. Me propuso algo inesperado: que lo reemplazara en un trabajo que había conseguido tres meses atrás, pero que no podía continuar debido a un imprevisto.

El trabajo consistía en cuidar una casa en el pueblo de Cochapamba, ubicado en la provincia de Cotopaxi, Ecuador. Cristopher Hunt el dueño de la propiedad debía viajar al extranjero por dos años y necesitaba a alguien de confianza que se hiciera cargo de la residencia durante su ausencia. Lo sorprendente era el sueldo, dos mil dólares mensuales. Me pareció una cifra exagerada solo por cuidar una casa, pero tratándose de asuntos de gente adinerada, mejor no hacer demasiadas preguntas.

Fabián me explicó que solo necesitaba que cubriera su ausencia de manera temporal, mientras resolvía sus asuntos personales. Cuando él estuviera listo, volvería a retomar el puesto, y yo podría regresar a la ciudad. La idea no me parecía del todo mala, podía ahorrar, estar tranquila un tiempo, y juntar el capital necesario para invertir en el negocio con el que siempre había soñado desde antes de entrar a la universidad: crear una empresa de robótica que permitiera a los países del tercer mundo acceder a tecnología de punta, al igual que las grandes potencias.

Fabián me dijo que debía partir en cinco días. Eso me daba el tiempo justo para empacar, despedirme de los pocos amigos que tenía y avisarles cuánto tiempo estaría fuera.

Cuando le conté a mi mejor amiga Rebeca sobre la propuesta, se emocionó por mí. Me dijo que era una gran oportunidad y que había sido muy inteligente al aceptarla. Si no fuera por su trabajo y su novio, habría hecho las maletas para acompañarme, pero prometió que me iría a visitar, que no me libraría de ella tan fácilmente. También me dio un consejo que no me encerrara solo en la residencia. Me conocía bien, y sabía que cuando no estaba rodeada de personas que me inspiraban confianza, tendía a aislarme en mi propio mundo. Le prometí que haría el esfuerzo por no desconectarme, aunque en el fondo no estaba tan segura de lograrlo.

Quien no compartía ese entusiasmo era mi amigo Enrique. Siempre fue más escéptico y algo paranoico. Apenas le conté, frunció el ceño y comentó con desconfianza:
—¿Quién paga dos mil dólares por cuidar una casa en medio del campo? Eso no suena bien.

Me advirtió que tuviera cuidado, que ese tipo de ofertas solía esconder algo turbio. Yo, sin embargo, traté de calmarlo. Le expliqué que Fabián me había asegurado que el dueño de la casa era una persona seria y confiable. Lo había conocido en un evento realizado en Cochapamba, donde le ayudó a conseguir alojamiento cuando, de forma imprevista, su hostal canceló la reserva debido a una plaga de cucarachas. Fue entonces cuando el dueño le recomendó a la señora Mariana Villacís, quien le alquiló una habitación durante las dos semanas que duró el evento de márketing en Cochapamba. Según Fabián, tanto ella como su familia fueron muy amables durante toda su estadía.

Si mi hermano confiaba en él, ¿por qué no habría de hacerlo yo?

Ahora que lo pienso, tal vez debí prestarle más atención a Enrique. Tal vez no debí aceptar ese trabajo. Las cosas que viví en esa casa… son la razón por la que mi vida dio ese giro inesperado y, hasta hoy, inexplicable.




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