Cinco días después…
Estaba acomodando mi equipaje en mi querido pichirilo, que, con mucha paciencia y varias inversiones, seguía funcionando bastante bien a pesar de sus años. Gracias a mis habilidades de “robótica” también le había hecho algunas mejoras. Más que un carro, era un verdadero tesoro para mí: mi abuelo me lo había regalado años atrás, junto con unas palabras que siempre llevaré en el corazón:
—Estefanía, no tengo mucho, pero este es mi carro, y te lo doy con mucho cariño. Cuídalo, y recuerda que lo más valioso no es el precio, sino el significado que hay detrás. No seas materialista, mira la belleza que guarda este mundo, por más sencillo que se te presente.
Tal vez por eso nunca quise cambiarlo por un modelo más moderno.
Pero bueno, volviendo a la historia —y no aburrirles—, estaba por marcharme al pueblo de Cochapamba. Mi hermano Fabián, Rebeca y Enrique me ayudaban a poner las últimas cajas en el carro. Me sentía un poco nostálgica: no los vería tan seguido, pero prometimos mantenernos en contacto todos los días. Esperaba que no rompieran esa promesa, aunque no lo dije en voz alta… A veces pienso que soy demasiado pesimista y no quería que me regañaran justo antes de partir.
Me despedí, me subí a mi pichirilo y tomé la carretera. Conduje por más de dos horas, ya que me detuve en un restaurante para almorzar. Luego retomé el camino hasta que vi un letrero grande que decía:
“Bienvenidos a Cochapamba.”
En ese momento me cayó el veinte: iba a estar lejos de todo lo que conocía. Aunque el pueblo no estaba tan lejos de la ciudad, por el tipo de trabajo que iba a realizar, sabía que no podría trasladarme con frecuencia. Por eso me aseguré de llevar todo lo necesario y evitar regresar a mi departamento a recoger más cosas.
Fabián me había comentado que el pueblo contaba con tiendas, mercados e incluso un pequeño centro comercial. Es decir, no estaba en el fin del mundo… pero no me hagan mucho caso, a veces tiendo a exagerar un poco.
Al llegar, me dirigí directamente a la casa de la señora Mariana Villacís. Ella me enseñaría la residencia que debía cuidar y también me indicaría algunos lugares interesantes que podría visitar en mis tiempos libres.
Al llegar, me llevé una sorpresa: la casa era de estilo colonial, de esas que solo había visto en ciertos rincones antiguos de Quito. Toqué el timbre y me abrió un joven de unos quince años, muy cordial, me invitó a pasar mientras su madre terminaba de cocinar.
Esperé unos cinco minutos hasta que, desde la cocina, salió una mujer de cabello negro, piel blanca y unos impactantes ojos grises. Era realmente bella. Me dejó algo nerviosa, pero traté de disimularlo. Me saludó amablemente y se disculpó por la espera. Luego, comenzó a contarme un poco sobre el dueño de la casa, el señor Christopher Hunt.
Me explicó que él no era ecuatoriano, sino londinense. Era investigador, y su pasión era viajar a lugares llenos de antiguos misterios que las personas de épocas pasadas no podían explicar. A menudo, estos relatos eran atribuidos a duendes, brujas o seres mitológicos. Él, en cambio, se dedicaba a investigarlos y a desmentirlos científicamente cuando era posible. En sus artículos revelaba que muchos de estos supuestos eventos sobrenaturales eran, en realidad, fenómenos naturales que ocurrían en lugares específicos del planeta con más frecuencia.
Fue así como llegó a Cochapamba. Había escuchado varias historias protagonizadas por seres fantásticos que, según la gente del lugar, solo aparecían a unos pocos. Por supuesto, quienes decían haberlos visto eran tildados de borrachos o personas con mucha imaginación.
Christopher logró demostrar que algunos de estos sucesos tenían explicación científica; otros, no tanto. Se enamoró del pueblo y decidió quedarse. Compró un terreno y construyó su casa desde cero, decorándola con todo lo que fue recolectando durante sus investigaciones.
—Y por eso, él está dispuesto a pagar para que le cuiden su casa ya que, para él, más que un hogar… es su legado.
Y entonces pensé: Con razón está dispuesto en pagar tal cantidad por cuidar su casa
Intrigada, le pregunté a Mariana por qué el señor Hunt no contrataba a alguien del mismo pueblo. Ella guardó silencio por un instante, como si evaluara cuidadosamente sus palabras.
—Lo ha intentado —dijo al fin, con voz baja—, pero la mayoría aquí prefiere mantenerse lejos. Muchos lo consideran un brujo… o algo peor. Dicen que ha hecho pactos con fuerzas que no entienden, y aunque le agradecen el turismo que ha traído, no pueden evitar mirarlo con recelo. Las creencias aquí pesan más que la lógica. Por eso, nadie quiere entrar en su casa.
Me observó unos segundos, como si intentara medir mi reacción, y luego añadió, casi en un susurro:
—Yo misma le habría ayudado… pero con mis hijos y el restaurante, no me queda tiempo para nada más.
Sentí que quiso desviar la conversación hacia temas más simples, cotidianos, casi triviales, pero no le di mayor importancia. Mientras seguíamos conversando, me iba explicando qué lugares podía visitar para no aburrirme durante mi estadía. Luego me propuso que cenáramos primero, y después me llevaría a conocer un poco el pueblo, para irme familiarizando con sus rincones. Acepté sin dudarlo; la verdad no me apetecía salir a buscar un lugar para cenar, y conducir de noche, en un sitio desconocido, siempre me había dado cierto reparo.
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Editado: 14.09.2025