Kael’varya / Los Cinco Mundos

"El umbral de lo invisible"

Después de recorrer los lugares más representativos del pueblo —como la plaza, donde según me dijo Mariana se reunían los habitantes a conversar, tanto jóvenes como ancianos, y donde los artistas mostraban sus obras—, un puesto llamó mi atención.

Un señor hacía mover un muñeco sin cuerdas. Era sorprendente: el pequeño danzaba sobre un escenario hecho a mano, con una gracia tan natural que parecía más un ser humano diminuto que una marioneta.

Me giré hacia Mariana, fascinada, y le pregunté cómo podía hacer eso.
Ella sonrió y respondió:
—En el pueblo hay algunos ilusionistas. Les encanta sorprender a los turistas con sus trucos… muy bien elaborados, por cierto.

Continuamos nuestro paseo por la plaza, disfrutando del ambiente. Entonces vi a una señora que vendía atrapasueños de todos los tamaños, junto con amuletos extraños. Me llamó con un gesto de la mano, y al acercarme, se me quedó viendo fijamente. Con un tono grave, me dijo:

—Niña… tienes algo en ti. No sé qué es… pero hay un don oculto.
—Para ti —añadió—, este amuleto te servirá para espantar todas las energías malas.

Antes de que pudiera responder, Mariana intervino rápidamente:
—¡Dolores! Deja a la muchacha en paz… va a pensar que eres una bruja.

—Y eso soy —replicó la señora, con una sonrisa misteriosa.
—¡Suficiente! —dijo Mariana, ya molesta, tomándome del brazo con firmeza.

Antes de que pudiera alejarme del todo, la señora me entregó el amuleto con cuidado, como si fuera un objeto sagrado. Mariana, aún insistente, me alejó del puesto y me llevó hacia otros.

—¿Por qué decía eso? —le pregunté, intrigada.
Mariana suspiró.
—No le tomes tan en serio. En pueblos pequeños siempre hay alguien que se hace llamar brujo o bruja… así mismo se anuncian. —Y cambió de tema rápidamente.

Me distrajo mostrándome otros puestos, donde se vendían desde joyería hasta adornos con símbolos extraños. Algunos los reconocía; otros no tanto. Mariana me explicó que muchos de esos diseños eran antiguos, y que cada familia tenía los suyos, pasados de generación en generación.

**

Finalmente, Mariana me guio hacia la residencia del señor Hunt. No voy a mentir: sentí un leve escalofrío al notar que el camino se volvía más estrecho y alejado de la parte céntrica del pueblo. Las curvas nos llevaban por senderos cada vez más desiertos, hasta que llegamos a una enorme pared que rodeaba la propiedad.

Estaba custodiada por una cerca metálica. Al acercarnos, las enormes puertas se abrieron solas.

Lo que vi me dejó sin aliento.

No era una casa.

¡¡¡Era una mansión!!!

—¿Pero qué demonios…? —pensé—. ¿Cuánto dinero tiene este hombre?

En ese momento entendí por qué podía pagar dos mil dólares al mes solo por cuidar su propiedad. Para él, probablemente, era como dejar unas monedas sobre la mesa.

Mariana estacionó el auto frente a la entrada principal. Yo la imité. Caminamos hasta el porche y, al abrir la puerta, las luces se encendieron automáticamente.

Si el exterior era imponente, el interior era… desbordante.
Las paredes estaban decoradas con cuadros antiguos que, a simple vista, parecían valer una fortuna. Había cerámicas, esculturas talladas, adornos tan delicados que daban miedo de solo mirarlos. Todo parecía sacado de un museo privado.

Una escalera en espiral ascendía por el centro del hall. Por su altura, calculé que la casa tenía al menos cinco o seis pisos.

—Cinco —confirmó Mariana—. Cada uno ambientado según las investigaciones que el señor Hunt ha realizado durante toda su vida.

Los dormitorios y la cocina estaban en la planta baja. Mariana me indicó que el cuarto contiguo a la cocina sería el mío. Me explicó que el señor Hunt había dejado instrucciones específicas sobre qué debía hacerse en cada nivel de la casa, y que debía seguirlas al pie de la letra.

—Cualquier error podría tener consecuencias… serias —añadió con un tono más seco de lo habitual.

Esa advertencia me inquietó. Traté de no demostrarlo y respondí con una sonrisa:
—No se preocupe, una de mis cualidades es ser perfeccionista.

Ella me devolvió una leve sonrisa… pero murmuró algo que no alcancé a comprender.

Después de ayudarme a entrar las cajas y el equipaje, Mariana se despidió. Me entregó un pequeño papel con su número de contacto y me insistió —por quinta vez esa tarde— en que siguiera al pie de la letra todas las instrucciones del señor Hunt.

No entendía por qué lo repetía tanto. No creo parecer una persona distraída. Sin presumir, fui la mejor egresada de mi promoción, trabajé cuatro años como programadora en una empresa reconocida, y renuncié solo porque sentía que ese trabajo no marcaba una verdadera diferencia. Usé mis ahorros para mantenerme a flote mientras planificaba mi propio emprendimiento.

Este trabajo… bueno, parecía perfecto: dinero rápido y un poco de tranquilidad.
No podía fallarle a mi hermano.
Ni a mí misma.

Al entrar, dejé las llaves en el perchero de la entrada. La casa se sentía inmensa, incluso vacía. Me dirigí a mi habitación, me puse el pijama y me acosté. Pero el sueño no llegaba.

Miraba el techo, pensando en lo rápido que había cambiado mi vida. De vivir en la ciudad, rodeada del ruido y la rutina… ahora estaba en una mansión en medio del campo, cumpliendo un trabajo que, hasta hace poco, ni siquiera imaginaba.

Aun así, me prometí que daría lo mejor. Este trabajo tenía que ser pan comido…
¿O no?

En medio de esa somnolencia que no llegaba, comencé a escuchar voces. No claras. Susurros. Como si alguien hablara cerca de mi oído… pero desde dentro de mi cabeza.

Algunas decían:

“Serás fuerte por nuestro bien.”
“Corre… no te quedes aquí.”
“No creo en ella. Es débil.”

Quise taparme los oídos, pero las voces no venían de fuera. Era como si rasgaran algo dentro de mí, como si arañaran mi alma, escarbando en lo más profundo.




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