Al subir al primer piso, lo primero que me sorprendió fue la distribución del espacio: una mitad estaba cubierta de plantas de todo tipo; la otra, ocupada por terrarios repletos de reptiles, anfibios e insectos. Sabía que muchas de esas especies no eran originarias del Ecuador. Lo supe de inmediato.
Desde niña, Fabián y yo habíamos crecido rodeados de enciclopedias ilustradas, atlas naturales y frascos con etiquetas escritas a mano. Nuestro padre, profesor de biología, nos contagiaba su pasión. Aunque con el tiempo me alejé de ese mundo, aquella escena removió algo dentro de mí.
Me acerqué al área de las plantas. Sobre una mesa rústica encontré una carpeta. Era una guía escrita a mano por el señor Hunt. En las primeras páginas explicaba qué especies debían regarse, cuáles no, cuáles podían podarse y cuáles era mejor ni tocar.
Una planta carnívora me llamó especialmente la atención. Tenía una etiqueta que indicaba su procedencia: Borneo. Recordé vagamente que ese lugar estaba en Asia. La nota decía que se alimentaba de insectos y que, si “se portaba bien”, podía recibir de recompensa una o dos arañas.
—¿Cómo se supone que sabré si una planta se porta bien? —murmuré, con una sonrisa nerviosa.
Pasé a otras instrucciones: “No tocar esta especie, es venenosa”; “Solo podar al caer la noche”; “Evitar el contacto con las hojas si está en floración”.
Hasta que llegué a la última.
Era una planta que, en la etiqueta, simplemente decía: “Flor Niebla”. Más abajo, en un idioma que no lograba identificar, aparecía otra palabra: “Valk’nael”.
Me detuve. Aquella planta no se parecía a nada que hubiera visto antes. Sus raíces sobresalían de la tierra y se movían con lentitud, como si respiraran. Las flores, de un gris opaco, absorbían la luz del entorno. Algunas hojas flotaban en el aire, desafiando la gravedad.
La anotación del señor Hunt advertía:
“Precaución. No acercarse si se siente amenazada.
Puede inducir alucinaciones que alteran la percepción y llevan a la locura.
Mantener una distancia mínima de dos metros.
Regar solo con agua dulce mezclada con unas gotas de vinagre.”
Tragué saliva. Preparé la mezcla según las indicaciones y, con cuidado, la lancé hacia la base de la planta.
El resultado fue inquietante.
El agua comenzó a formar pequeñas burbujas en el aire. Flotaban lentamente hasta ser absorbidas por el capullo central. Las raíces se agitaron como si despertaran. Era bello… y aterrador al mismo tiempo.
En ese instante comprendí que el señor Hunt no solo estudiaba fenómenos naturales.
También se había adentrado en lo que no debería existir.
Lo más extraño era que no sentí miedo. Al contrario… sentí curiosidad. Como si algo dentro de mí reconociera ese lugar. Nunca me interesaron las investigaciones sobre plantas ni animales. Desde los diez años, cuando descubrí la robótica y la programación, me enfoqué por completo en la tecnología.
Pero ahora, cada rincón de esa mansión, cada objeto, cada símbolo, era como una llave a recuerdos olvidados.
Quizá eso me hacía idónea para este trabajo: no tener miedo. Sentirme conectada con algo que aun no comprendo.
Sin saberlo, había aceptado un trabajo hecho a mi medida.
***
Después de completar las tareas con las plantas, me dirigí al área de los terrarios. Abrí la carpeta de instrucciones. Solo decía:
“No dar de comer hoy. Volver mañana.”
Como no había más por hacer, subí al segundo piso.
Este nivel era completamente distinto.
Estaba repleto de libros. En estantes, mesas, alféizares, e incluso apilados en el suelo. Era como si el señor Hunt hubiera acumulado tantos volúmenes que el espacio ya no alcanzara. Y eso que el piso era enorme, del tamaño de tres departamentos.
Encontré otra carpeta de instrucciones. Indicaba que debía devolver ciertos libros a sus estantes correspondientes. Cada librero estaba clasificado por categorías: literatura, química, matemáticas, ocultismo… y muchas más. Había tantos temas que ni en varias vidas lograría leerlos todos.
Pero una advertencia me paralizó:
“No tocar los libros del estante negro.
Algunos contienen hechicería antigua, otros están malditos…
y unos pocos están vivos.
Podrían atacarte.”
—¿Vivos? ¿Los libros? —susurré, entre desconcierto y risa nerviosa.
¿Era este hombre un genio excéntrico o simplemente estaba loco? Mentalmente me anoté preguntar a Mariana sobre todo esto.
Mientras limpiaba con más cautela, algo llamó mi atención.
Sobre una mesa, apartado del resto, descansaba un libro blanco. Impecable. Casi brillaba. En la portada, con letras doradas, decía:
“Ábreme si deseas recordar tu pasado.”
La curiosidad fue más fuerte.
Lo abrí.
Las páginas comenzaron a llenarse de palabras. Era como si alguien escribiera mi historia en tiempo real.
Desde el momento en que nací hasta mis recuerdos más recientes…
todo estaba ahí.
Con una precisión que erizaba la piel.
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Editado: 14.09.2025