Kael’varya / Los Cinco Mundos

“No todos los cuentos son solo cuentos”

Al día siguiente
Me desperté con el sonido de mi alarma. La apagué casi por reflejo y me fui a duchar. Ya lista, recordé los libros que compré ayer. Al no verlos en mi dormitorio, bajé a la sala, pero entonces recordé que los había dejado en el carro. Como tenía cosas pendientes, decidí que los vería después. Al terminar mi desayuno, recogí los productos que debía usar para limpiar los pisos de arriba, pero me sorprendió encontrar un letrero que decía: "Por hoy, no subir a los pisos superiores."
Con lo que me había dicho Mariana, ya no me sorprendía que esta casa jugara con ciertas... reglas no escritas. Quizá incluso con magia. En los libros que había recogido en la biblioteca, algunos llevaban títulos como Hechicería básica o Magia para principiantes. Al principio pensé que eran novelas de fantasía, pero con todo lo que había visto hasta ahora… ya no estaba tan segura.
Como no tenía nada urgente por hacer, decidí regresar al pueblo. Pasaría a saludar a Mariana y luego recorrería la plaza, a ver qué otras cosas extrañas o sorprendentes encontraría… como aquella primera noche: la marioneta danzante, o la señora Dolores, que aún me dejaba con la intriga tras todo lo que me dijo. A pesar de que Eduardo aseguraba que estaba loca, no podía creerle del todo. Porque si algo había notado en este lugar, era que todos ocultaban secretos. Y solo porque Eduardo se había mostrado amable conmigo, no significaba que no guardara también los suyos, de esos que no se dicen en voz alta.
Me puse la chaqueta y salí rumbo a mi pichirilo. No me preocupé por sacar los libros; lo haría al volver, no los olvidaría. Al llegar al pueblo, me dirigí directamente al restaurante de Mariana. Había una fila considerable. Me ubiqué al final y, mientras esperaba, revisé los mensajes que me había enviado Rebeca. Me contaba que su relación con su novio iba muy bien, que extrañaba nuestras salidas espontáneas, incluso con el pesado de Enrique —sus palabras, no las mías—. Aunque a veces se molestaban, se querían mucho. También me contó que pronto viajarían al extranjero para visitar a unos familiares de su novio, y que en unas semanas volveríamos a hablar.
Estaba tan concentrada leyendo que cuando alguien tocó mi hombro, salté del susto. Una risa estruendosa me sacó del trance: era Eduardo. Me quedé mirándolo mientras se reía de mí, sin entender qué le hacía tanta gracia. Sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Le golpeé el hombro, exigiendo que se detuviera, que no tenía gracia. Pero él, entre risas, me dijo que sí, que no había visto la cara que puse. Cuando por fin se calmó y las personas dejaron de mirarnos, se puso a mi lado. También venía en busca de un café.
Mientras esperábamos, me preguntó si había llegado bien a la mansión. Le respondí que sí, aunque por dentro me preguntaba por qué lo decía con ese tono… La mansión era segura, a su extraña manera. No le di mayor importancia y seguimos conversando. Le pregunté qué podía hacer hoy en el pueblo, para no aburrirme. Me sugirió ir a la plaza: en unos 20 minutos habría una obra de teatro con títeres. Acepté. Sonaba bien.
Cuando nos acercamos al mostrador, Mariana nos saludó con una sonrisa. Tomó nuestras órdenes y se fue a prepararlas. Mientras tanto, Rodrigo, su hijo, se acercó con entusiasmo y saludó a Eduardo, preguntándole cuándo iría otra vez a su casa a seguir jugando Resident Evil. Me sorprendió que Eduardo se llevara tan bien con él. Al notar mi expresión, me explicó que en un pueblo tan pequeño todos se conocían como una gran familia, y que solía ayudar en el restaurante, ya que el hijo mayor de Mariana estudiaba en otra ciudad y no había quién cargara las cosas pesadas.
Le pregunté si también ayudaba al señor Hunt. Su expresión cambió sutilmente. Dijo que solo había ido un par de veces. Que había algo en ese hombre… algo que lo hacía parecer como si estuviera protegiendo algo muy malo… o intentando conseguirlo a toda costa. Por su mirada, supe que Eduardo no simpatizaba con el señor Hunt.
Seguimos conversando un rato con Rodrigo sobre videojuegos. Yo también era fanática, y con Enrique solíamos pasar horas jugando, mientras Rebeca se quejaba de que quería hacer otras cosas. Nosotros la ignorábamos porque estábamos muy metidos tratando de desbloquear la historia oculta de un juego. La conversación con Rodrigo fue agradable. Incluso le di algunos consejos que anotó con entusiasmo, ya que se había quedado atascado en ciertos niveles.
Mariana volvió con nuestro pedido, pero antes de que pudiéramos irnos, le pidió a Eduardo que hablara con ella unos minutos. Se apartaron a un rincón del local, y por sus expresiones supe que no era una charla ligera. Había tensión. Eduardo parecía molesto. Casi sin darme cuenta, empecé a acercarme para escuchar, pero Rodrigo me interceptó.
—No te preocupes —me dijo—. Solo le está pidiendo ayuda para un evento. Si quieres, puedo mostrarte un poco más del restaurante hasta que terminen. El otro día solo viniste por un café y te fuiste.
Acepté, y Rodrigo empezó el recorrido. Me mostró las mesas y sillas antiguas, herencia de su tatarabuela, que ellos mismos habían restaurado. También las decoraciones que habían comprado en Quito, Cuenca, y algunas que les regaló el mismísimo señor Hunt. Por la forma en que pronunciaba su nombre, supe que le tenía respeto.
Me mostró también unos símbolos en las paredes. No me explicó mucho, solo repitió lo que Mariana ya me había dicho: que no podían revelarse a personas fuera de la familia. Pero, como me pasó en la casa, uno de los símbolos comenzó a brillar y… lo entendí. Leí claramente:
“Sin que des cuenta, puedes caer en la trampa de tus enemigos.”

Luego dejó de brillar, y las palabras volvieron a ser incomprensibles. No entendía cómo podía leer esos símbolos. Nunca estudié un idioma antiguo, y tampoco podía preguntar tan directamente. Mariana no me lo diría. Los demás, apenas los conocía. Y con Eduardo… bueno, aún me avergonzaba un poco por cómo le hablé ayer en la librería.
Cuando Eduardo terminó su conversación, se acercó a mí. Tenía el ceño fruncido. Me dijo que nos fuéramos a la plaza, sin molestarse en despedirse. Yo sí me despedí de Mariana y Rodrigo, y lo seguí. Al alcanzarlo, le pregunté qué había pasado.
Suspiró, me miró de reojo y dijo que Mariana le había pedido que ayudara en un evento, cargando algunas cosas. No parecía algo tan grave como para ponerlo de ese humor. —¿Y por eso te enojaste? —le pregunté. Lo dije en voz alta sin darme cuenta.
Eduardo se giró, me dio un pequeño golpe en la frente y me dijo:
—Eres una chismosa de lo peor.
Me sobé donde me tocó y repliqué:
—Ese es el precio por haberme asustado y reído de mí.
Soltó un bufido, y entonces me lo explicó. Mariana estaba molesta porque se llevó a Rodrigo a una fiesta sin su permiso. Él defendía su acción, diciendo que lo cuidó todo el tiempo y que el chico, con 16 años, merecía vivir su adolescencia y no pasarla solo entre la casa y el restaurante. Admitió que discutieron.
No pude evitar reírme. Él me lanzó una mirada fulminante.
—¿De qué te ríes? —me preguntó.
—No sabía que actuabas como un hermano mayor protector —le respondí.
Su expresión cambió. Quiso disimular que seguía molesto, pero se le escapó una sonrisa. Me despeinó con suavidad y dijo:
—Vamos a la plaza, que no te soporto.
**
Al llegar a la plaza, observé cómo las personas mayores estaban sentadas en las bancas, mientras los más jóvenes se acomodaban en el suelo, expectantes. Eduardo me guió hasta unos asientos vacíos. Pasaron apenas cinco minutos cuando una suave música de piano comenzó a llenar el aire. Entonces, el telón se abrió.
Una marioneta apareció en escena: era una mujer. De pronto, una voz profunda comenzó a narrar una historia:
“Hace mucho tiempo existió una muchacha con un don tan poderoso que podía conectar todos los mundos que ella quisiera…”
Mientras la voz continuaba, salieron otras marionetas mostrando paisajes distintos: unos con una vegetación exuberante, otros con castillos y pueblos, y el último… un lugar devastado, con cráteres que escupían lava y figuras de personas sufriendo. Quien hubiera creado esos escenarios era un verdadero genio.
La voz prosiguió:
“Pero aquella muchacha, de corazón puro, en lugar de conquistar esos mundos, decidió ayudarlos a vivir en armonía. Como su labor era inmensa, eligió a guardianes que la apoyaran en su misión…”
En ese momento, aparecieron unas marionetas con túnicas oscuras y el rostro cubierto.
“Con el paso de los siglos, y con la ayuda de esos guardianes, crecieron nuevas generaciones, libres de las sombras de la guerra y el hambre. Pero en la oscuridad siempre crece la codicia de seres malignos, ansiosos por el poder de la muchacha…”
De pronto, figuras sombrías irrumpieron en el escenario, atacándola por sorpresa. Me estremecí. La historia, para ser una obra de marionetas, estaba cargada de una fuerza emocional indescriptible. Me dolía el corazón, como si la historia hablara de algo que, de alguna forma inexplicable, me había sucedido a mí.
La voz continuó, grave y triste:
“Aquellas sombras acabaron con la muchacha y con sus guardianes. Los mundos quedaron sin su protectora… y hasta el día de hoy, esperan, aunque muchos han olvidado su historia.”
Cuando escuché los aplausos, me di cuenta de que estaba llorando. Las lágrimas corrían por mis mejillas como ríos imposibles de contener. ¿Por qué me dolía tanto? ¿Por qué sentía mi alma desesperada, si se suponía que era solo un cuento para niños? Eso me había dicho Eduardo. Pero para mí, aquello no era una simple historia.
Eduardo me miró y, al ver mi expresión, pasó su brazo por mis hombros.
—No te sientas mal —me dijo—. Cuando yo escuché esta historia por primera vez, también lloré. Es una historia trágica.
Yo, intentando contenerme, le pregunté de dónde había salido esa historia, porque nunca la había oído antes.
—Una de las familias más antiguas del pueblo la cuenta desde hace generaciones —respondió—. Es tan atrapante que se volvió una leyenda, un mito que ha pasado de voz en voz. El hombre que hace el show de marionetas pertenece a esa familia, y su tarea es mantener viva esta historia para las nuevas generaciones.
No sabía que esa historia era una tradición del pueblo. Me pareció fascinante conocer más sobre sus costumbres y misterios.
Después del espectáculo, caminamos por otros rincones del pueblo, y Eduardo me iba mostrando las casas de las familias más antiguas. Cada casa era distinta, pero algo en ellas llamaba la atención: los símbolos. Algunos eran idénticos a los que ya había visto en la mansión.
¿Qué significarían? A veces podía leerlos, pero otros… se me escapaban, como si me hablaran en un idioma oculto.
Al terminar el recorrido, Eduardo me acompañó, como el día anterior, hasta mi carro. Y así, con la mente llena de preguntas y el corazón inquieto, regresé a la mansión.
***
Cuando llegué a la mansión, dejé los libros en la sala y me dirigí a la cocina para tomar un vaso de agua. No tenía mucha hambre, así que simplemente lo dejé sobre la encimera. Al pasar junto a la refrigeradora, noté una frase escrita en la superficie:
“Come. No tengas el estómago vacío. Eres más vulnerable para las criaturas que se alimentan cuando estás débil.”
Me sobresalté. Pero, como todo lo que me habían advertido hasta ahora, esas frases repartidas por toda la casa me habían ayudado a sobrellevar mejor las actividades. Decidí hacerle caso. Preparé un sánduche de jamón y lo comí con calma, aunque no podía dejar de preguntarme qué era exactamente este pueblo… esta mansión.
Tenía la sensación de que todas las historias de fantasía que había escuchado en mi vida podrían ser reales, y que, quizá, yo había vivido en una burbuja todo este tiempo.
¿Y si existían seres más poderosos que los humanos, ocultos entre nosotros? Si eran tan poderosos, ¿por qué se escondían? ¿Qué los detenía? Con un simple chasquido —como en Avengers— podrían eliminarnos… Entonces, ¿por qué nos toleraban? ¿O acaso había fuerzas aún más grandes que ellos, que se lo impedían?
Yo nunca fui creyente de deidades, pero después de lo que había visto, ya no sabía qué creer.
Después de cenar, me di un baño, me puse el pijama y me senté en el sofá de la sala para leer uno de los libros que había comprado en la librería de Eduardo. Antes de abrirlo, recordé lo que me dijo… ¿por qué parecía tan dispuesto a contarme cosas si, según Mariana, todos en este lugar guardaban secretos? No quise pensar más en eso. Abrí el libro y me dejé llevar por la lectura… hasta que un ruido interrumpió mi concentración.
Venía del piso de arriba.
Me congelé. Se suponía que estaba sola. Nadie más debía estar ahí. ¿Sería el señor Hunt? Pero eso era imposible: Mariana me aseguró que él estaba en Londres resolviendo unos asuntos, y que no regresaría antes de dos años.
Subí con cautela. Noté que el letrero que en la mañana decía “Prohibido el paso” ya no estaba. Ahí entendí algo inquietante: esos letreros aparecían y desaparecían por voluntad propia. No sabía si eran advertencias… o pruebas, como si alguien —o algo— me observara desde las sombras, evaluando cada reacción mía como a una rata de laboratorio.
Con miedo, tomé el libro en la mano y subí las escaleras. No sé en qué estaba pensando… ¡debí tomar un cuchillo o algo con qué defenderme! Yo, que tanto me quejaba de los personajes de películas de terror que iban directo a morir, estaba haciendo lo mismo.
Al llegar al primer piso, noté que todo estaba en penumbra, pero una débil luz azulada iluminaba el pasillo. Parecían luciérnagas... pero el día que si pude subir me había asegurado de que todas las ventanas estuvieran cerradas. ¿Cómo habían entrado?
Me acerqué con cautela.
No eran luciérnagas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.