Kael’varya / Los Cinco Mundos

“El velo de la realidad”

Seguí con mi rutina. Subí al primer piso, limpié con cuidado y regué las plantas. Saludé a Bert, y él, con un entusiasmo desbordante, me devolvió el saludo. Su ternura me arrancó una sonrisa. Después me dirigí al área de los reptiles; gracias a las indicaciones del señor Hunt, pude desenvolverme mejor en el cuidado de cada criatura.
No me había percatado de que, en la sección de serpientes, había una que poseía una forma singular. Su cabeza parecía un martillo, y su piel, teñida de un naranja opaco, destilaba una extraña presencia. Al observar su placa de identificación, encontré su nombre escrito en español y en aquel idioma en el que, poco a poco, me iba adentrando: “serpiente martillo” – “Veyr’shakaar”.
La descripción añadía que provenía del mundo de Ozar, el mismo lugar del que había leído que procedía la estatua de aquel caballero llamado Aaron. Se explicaba que la forma de su cabeza le facilitaba cazar su alimento predilecto: los escarabajos roca, y que también le ayudaba a tragar con facilidad a su presa favorita.
Avancé lentamente y, de pronto, me detuve ante otra serpiente, distinta, fascinante. Su piel era celeste, y lo más llamativo era su cola, que se enroscaba en espiral. La placa decía: “serpiente saltarina” – “Veyr’thalen”. El texto señalaba que esta especie podía saltar hasta tres metros y que prefería habitar en las copas de los árboles. Su alimento consistía en hojas del Kael’druv. Tomé algunas de las hojas que debía darle: eran tan resbaladizas que parecía que hubiesen sido impregnadas en aceite.
El tiempo parecía jugar a mi favor, así que continué mi recorrido hacia el área de los insectos. Allí también abundaban especímenes que desafiaban lo normal. Entre ellos, uno llamó mi atención: su cuerpo estaba cubierto de densos vellos, lo que le daba la apariencia de una bola de pelos en movimiento. La placa, nuevamente, revelaba su nombre en ambos idiomas: “escarabajo rey” – “Korv’zharel”.
La descripción era aún más desconcertante: los vellos de este escarabajo podían procesarse para crear una pasta capaz de unir vigas de cualquier tipo de metal, y su uso era indispensable en la construcción de estructuras colosales. Provenía del Orv’khaed,
(el mundo de hierro.)
En esos días de lectura y observación, ya había encontrado repetidas veces tres nombres que se entrelazaban como piezas de un rompecabezas oculto: Vael’droth Kaer’vyn, Ozar y Orv’khaed. Aquellas palabras, que aparecían en las investigaciones del señor Hunt, no dejaban de rondar en mi mente. La intriga me devoraba: ¿qué significaban realmente? ¿Cuántos mundos más existirían escondidos tras esos nombres?
Cada pista sugería un secreto más grande. Tal vez el señor Hunt intentaba advertirnos —o revelarnos— que no éramos el único mundo habitado por seres vivos… y que las fronteras que conocíamos eran apenas un velo entre realidades mucho más vastas.
Después me dirigí a la biblioteca. Todo estaba tal como lo había dejado el día anterior: los estantes ordenados, el aire impregnado de ese silencio solemne que parecía observarme. Junto a la carpeta de instrucciones había una nota cuidadosamente doblada. La abrí con cautela.
“Gracias por leer los nuevos libros traídos a la mansión. Espero que los disfrutes. Cuando acabes, guardalos en la biblioteca para continuar con mi colección. Me despido: el Guardián de los Libros.”
La caligrafía era firme, elegante, como escrita por alguien que conocía secretos más antiguos que los muros mismos de la mansión. Entonces comprendí que lo había hecho bien esta vez… y que el Guardián de los Libros no solo existía, sino que era lo bastante inteligente para haberme dejado una nota. Un escalofrío recorrió mi espalda: ¿me observaba en silencio cada vez que entraba allí? Guardé la nota en el bolsillo de mi pantalón, con la sensación de que acababa de recibir un mensaje personal de alguien que no debería estar presente.
Subí después al piso del laberinto. Tomé las herramientas de limpieza y me dirigí hacia la entrada. Esta vez, las flechas ya no apuntaban hacia el mismo camino oscuro de la vez anterior, sino hacia una nueva dirección. Con el corazón acelerado, me adentré.
A diferencia del otro pasaje sombrío, este estaba bañado en luz. Las paredes brillaban como si hubiesen sido forjadas en oro, pero esa perfección me inspiraba aún más desconfianza que la oscuridad. Sentía que aquel resplandor ocultaba algo, como si las paredes mismas estuvieran vivas, observándome. Revisé las instrucciones: solo debía limpiar el suelo y no tocar las paredes, pues estaban llenas de trampas ocultas. Decía, además, que sin entrenamiento previo era mejor no desafiar las reglas del laberinto.
Con un cuidado casi ritual, limpié el piso sin acercarme demasiado a los muros dorados. Cada paso resonaba como si activara alguna trampa de los muros. Llegué al final del pasillo, convencida de que saldría al mismo lugar de antes… pero me equivoqué. El pasadizo me arrojó a otra sección desconocida de la mansión.
Miré a mi alrededor: no reconocía ese lugar. Todo era extraño, demasiado silencioso. Entonces vi las letras grabadas en un muro:
“No estás lista para entrar.”
Estaba en el quinto piso. Mi piel se erizó. Obedecí. Bajé las gradas y me puse a limpiar las estatuas que parecían observarme lo que hacia. Al terminar, tomé la cubeta y los utensilios y los dejé en el piso inferior.
La noche me alcanzó entre lecturas. Me sumergí en los libros hasta que la vista me pesaba, cené en silencio y finalmente me fui a la cama.
*
Me desperté sobresaltada. Mi cuerpo estaba empapado en sudor, pero no estaba en mi habitación. Me hallaba en una ciudad que jamás había visto. Las estructuras se alzaban tan alto que el cielo parecía tragado por ellas. Eran colosos de piedra y hierro, sin fin, como si hubieran sido construidos para rozar un firmamento que ya no existía.
Avancé con cautela, temiendo que alguna criatura se ocultara entre las sombras. No había nadie. La ciudad estaba desierta, como si todos sus habitantes hubieran huido en un mismo instante. El silencio era tan espeso que dolía.
De pronto, un grito rasgó el aire desde uno de los edificios. Más que valentía, fue un impulso lo que me hizo correr hacia él. Al llegar, no encontré a nadie. Un ruido rápido, un destello, y caí al suelo, sobrecogida por la impresión.
En la esquina de la sala, una criatura se ocultaba. Comenzó a gritar con tal fuerza que mis oídos ardieron; sentí que me iba a desmayar. Luego, de pronto, el grito cesó, y su voz se quebró en un llanto bajo, desgarrador, como el de alguien que no quiere molestar con su dolor.
Me acerqué con cautela. Cuando estuve lo bastante cerca, me di cuenta de que era un humano. Extendí mi mano para tocarle… y entonces se giró. No tenía rostro.
El escalofrío me paralizó. Al percatarse de mi presencia, se aferró a mis piernas con desesperación y murmuró entre sollozos:
—¿Por qué nos abandonaste? Te necesitábamos… te necesitamos… ¿por qué te fuiste?
Me agaché para consolarlo, pero su voz cambió. Su grito ahora era claro, dolorosamente claro:
—¿Por qué, mi señora? ¿Por qué me dejaste solo en este infierno?
De donde debieron estar sus ojos comenzó a brotar sangre oscura, espesa. Le crecieron colmillos, y de él emanó un hambre que me heló la sangre. Con un rugido, se lanzó hacia mí.
Desperté sobresaltada. Estaba en mi habitación, sudando frío. Aliviada de no haber terminado en el jardín como otras veces, corrí al baño. Al mirarme en el espejo, mi respiración se detuvo: sangre fresca corría por mis ojos, como la del ser sin rostro de mi sueño.
¿Qué me estaba sucediendo? ¿Por qué esa maldición parecía extenderse hacia mí? La mansión ya me había mostrado suficientes cosas paranormales, pero ahora la oscuridad me tocaba directamente, como si quisiera marcarme.
Solo quedaba alguien en quien confiar: Eduardo. Él era el único que inspiraba calma en medio de la tormenta, mientras que Mariana siempre esquivaba mis preguntas, como si guardara secretos demasiado peligrosos para decirlos.
En esos pocos días dentro de la mansión, demasiadas cosas me habían sucedido. Era imposible seguir ignorando todo esto. En ese instante, decidí que descubriría todos los secretos de la mansión y del pueblo. Algo en mis entrañas me decía que todo estaba ligado a mí, y que, si no encontraba la verdad, ella me consumiría viva.
***
1 mes después…
El tiempo en la mansión se había diluido como agua entre los dedos. Este mes había pasado volando, y casi sin notarlo había creado una rutina: levantarme temprano, desayunar y dedicarme a limpiar los pisos. Ya no me sobresaltaba por cualquier ruido ni sombra; al contrario, me sentía más ágil en mis actividades, como si la mansión misma me hubiera entrenado poco a poco.
Bert y yo habíamos formado un lazo extraño, único. Cada mañana me recibía con un entusiasmo inquebrantable, y aunque a veces se portaba mal, yo igual le daba sus dos arañas. Era nuestro secreto. No me juzguen: si vieran su carita, lo entenderían. Para otros, quizás resultaría escalofriante, pero para mí se había vuelto parte de mi rutina, como un amigo peculiar que compartía conmigo el peso del silencio.
Los sueños seguían acechándome, aunque no todas las noches. Ahora eran distintos: caminaba sin rumbo, siempre por el bosque o por aquella ciudad desconocida. Ya no me encontraba con seres extraños; solo caminaba y caminaba hasta despertar, unas veces en mi cuarto, otras en el jardín. La sensación persistía: había algo que quería mostrarme, pero aún parecía que no estaba lista para verlo.
Eduardo no estaba. Se había ido a la ciudad a comprar ejemplares para su librería y también ayudaba a Mariana con algunos asuntos del restaurante. Eso me dejaba sola en la mansión, y aunque me había acostumbrado, aún no reunía el valor suficiente para aventurarme sola al pueblo. Hasta hoy.
Después de almorzar, decidí romper la monotonía. Me vestí con pantalones negros rasgados, botas tipo combate y una chaqueta ploma clara. Subí a mi pichirilo y me dirigí al pueblo.
La plaza estaba animada, con gente dispersa en las bancas. Mariana me había dicho que habría una función de títeres, como aquella vez que fui con Eduardo, pero al llegar no vi al chico con sus titeres. Entre los presentes, reconocí a Eduardo, conversando con Daniela y Alejandro. Vacilé en acercarme; la última vez que me los presentó se habían mostrado cautelosos, como si desconfiaran de mí. Pero él ya me había visto. Con un gesto me llamó, y no tuve otra opción.
Me recibió con un abrazo y me molestó diciendo que por fin había salido de mi cueva. Rodé los ojos y lo ignoré, saludando a Daniela y Alejandro. Esta vez fueron más amables, conversamos de cosas triviales y hasta me invitaron a una fiesta en su casa. Pregunté por la función, pero Eduardo me explicó que el titiritero había tenido un percance: una de sus marionetas se dañó y no pudo continuar. Así que acepté la invitación, aunque les aclaré que debía regresar antes de las once a la mansión del señor Hunt. Todos asintieron, aunque percibí en Daniela y Alejandro una mirada extraña. Tal vez era porque trabajaba para Hunt, o porque ya me había ganado cierta fama de “rara” entre los del pueblo.
Cuando nos organizamos, quedó que yo llevaría a Eduardo y ellos irían en su auto.
Dentro de mi pichirilo, el silencio era incómodo. Para romperlo, le conté a Eduardo que el Guardián de los Libros me había dejado una nota agradeciendo los ejemplares que había añadido a la biblioteca.
—Entonces lo hiciste bien —me dijo con seriedad—. Es mejor así. No querrías conocer lo que pasa cuando el Guardián se enfada… créeme, no es agradable.
Me detuve, intrigada.
—¿A qué te refieres?
Él resopló, bajando la voz.
—Tengo la mala costumbre de hablar más de lo que debería contigo. Hay cosas que debes descubrir sola. Pero te lo diré: si no hubieras cumplido, el Guardián habría tomado venganza. Lo hizo antes. Sacó por la fuerza a los dueños de la librería donde alguna vez habitó.
Lo miré unos segundos, intentando leer en su rostro si hablaba en serio. La tensión me recorrió como un escalofrío.
Continuamos hablando sobre libros. Eduardo me dijo que había comprado algunos ejemplares “geniales” y que me los mostraría pronto. Luego, con un tono ligero, comentó que Mariana le había pagado muy bien por su ayuda en el restaurante. “Ha sido un buen mes”, dijo.
Decidí preguntarle algo que me rondaba desde hace días:
—¿El señor Hunt visitaba seguido el pueblo?
Su respuesta fue sarcástica, pero en sus palabras había veneno:
—Claro, viene a menudo. Ayuda a Mariana, hace arreglos en el pueblo… y aun así la gente lo ve como un ser de la oscuridad.
Pude notar que Eduardo no lo soportaba. Su aversión hacia Hunt me causaba curiosidad, aunque no sabía si era prudente presionar. Le lancé una mirada fija mientras el semáforo se ponía en rojo. Eduardo me devolvió una sonrisa coqueta.
—¿Por qué me miras así? —dijo divertido—. ¿Acaso te gusto? Estoy soltero, ¿sabes? Podríamos ser algo más…
—No seas ridículo —repliqué con ironía—. Te miraba porque quiero saber por qué realmente no soportas a Hunt. No me trago que sea solo porque “algo oculta”. Tú también tienes secretos.
Su sonrisa se desvaneció.
—No es solo eso, Estefanía. Es su energía. Su forma de presentarse como un santo cuando no lo es. Eso es lo que me repele.
—¿Y eso es todo? —insistí.
—Por ahora —suspiró—. Veamos si logras descubrir el resto.
El silencio volvió a apoderarse del auto hasta llegar a la casa de Daniela y Alejandro. El ambiente allí era festivo: cartas, risas, copas que chocaban, algunas chicas en la piscina y música. Eduardo y yo nos acomodamos en unas tumbonas junto a la piscina, cerveza en mano.
Me recosté y, mirando el cielo estrellado, solté la pregunta que me carcomía:
—¿Crees que algún día acepte lo que estoy viviendo en la mansión?
Él no me miró. Siguió contemplando las estrellas.
—No lo sé, Estefanía. Solo recuerda: a veces la razón más ilógica es la más real, y la lógica más racional es una mentira. Si la mansión guarda tantos secretos… imagina lo que esconden nosotros mismos, o incluso otros mundos. No seas como los ciegos que niegan lo que ven solo porque no pueden explicarlo.
Se levantó, me ofreció su mano y sonrió con un brillo extraño en los ojos.
—¿Quieres ver algo que solo existe en Cochapamba?
—¿Y por qué tan fácil? Pensé que aquí nadie revelaba secretos… —dije, burlona.
Él rió.
—Esta vez haré una excepción. Para que aprendas que la realidad no es lo que ves, sino cómo la miras.
Nos quedamos un par de horas y luego nos despedimos. Conduje hacia el lago. Al llegar, quedé sin palabras: el agua brillaba con luces de colores que danzaban como un arcoíris. Me acerqué y descubrí que no eran luces, sino peces. Bajo la luna, sus cuerpos emitían destellos imposibles.
—Se llaman Curióvorus —explicó Eduardo.
—¿Qué? —pregunté, incrédula.
—Son peces que se alimentan de emociones. Si los tocas, cambiarán de color según lo que sientes.
Extendí la mano, y varios se arremolinaron alrededor. En segundos, se tiñeron de verde esmeralda.
—¿Y qué significa este color? —pregunté.
Eduardo sonrió.
—Curiosidad. Estás hambrienta de respuestas.
No pude evitar sonreír.
—Gracias por traerme… aunque sé que no me dirás cómo llegaron aquí.
—No lo haré —respondió—. Pero esta noche eres la excepción.
—¿Y si alguien más los ve?
—Imposible —dijo con voz grave—. Solo los perciben quienes poseen un don especial, más allá de lo humano. Muy pocos lo tienen.
Me acerqué, rogando con mis ojos que me explicara más. Él rió.
—Está bien, está bien… pero deja de mirarme así o creeré que me deseas… y terminaré besándote.
—No seas payaso —contesté, divertida—. No eres mi tipo.
Él fingió indignación.
—Ya veremos. En unos meses rogarás por mis besos.
Rodé los ojos.
—Suficiente. Ahora explícame lo que quiero saber.




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