Kael’varya / Los Cinco Mundos

“La prueba del forastero: el experimento de García”

Al despertarme traté lo mejor que pude de acomodar mi cuarto. Qué bueno que, antes de irse ayer, me ayudaron a mover las maderas de mi cama hacia la bodega, que quedaba a unos metros al norte del invernadero. Eduardo y Mariana me habían prometido que me ayudarían a comprar otra cama, y también me dijeron que hoy visitaríamos al señor García. Nos reuniríamos en la cafetería de Mariana. Estaba ansiosa; no sabía qué más cosas descubriría de las personas que vivían en este pueblo. Solo deseaba que lo más difícil pasara pronto, para poder aprender a controlar, como Eduardo, mi poder.

Con esos pensamientos salí de mi cuarto, desayuné y me dediqué a limpiar los pisos superiores. El tiempo se me fue sin darme cuenta, y cuando lo noté ya estaba en el cuarto piso. Un escalofrío recorrió mi espalda al entrar: allí estaban las estatuas, y el recuerdo del sueño de la noche anterior me mantenía en tensión.

Crucé con cautela, consciente de que no encontraría nada vivo, aunque mi subconsciente seguía alerta, atento a cualquier señal. Solté un suspiro al comprobar que todo estaba igual que siempre: las figuras permanecían en sus sitios, inmóviles, silenciosas.
Seguí limpiando siguiendo las indicaciones que ya conocía de memoria. Al llegar al área de criaturas, avancé directo hacia la estatua del lobo. Apenas la acaricié, una profunda nostalgia me invadió, y mis ojos se llenaron de lágrimas. Era extraño: lo había visto solo en mi sueño, y aun así sentía una conexión difícil de explicar. No sabía si realmente era el lobo que apareció en mi visión o si era mi poder manifestándose con esa forma. Pero si de verdad tuve una vida pasada, quizá él fue mi amigo, y al morir en aquel tiempo nos perdimos para siempre.

Ese pensamiento me quebró. Las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas, y abracé con fuerza la fría piedra de la estatua. Sollozaba en silencio, llorando tanto por la nostalgia de un amigo perdido como por todo lo que me estaba ocurriendo. Era un desahogo inevitable, como si con cada lágrima pudiera limpiar mi alma para reunir la fuerza necesaria y soportar lo que aún estaba por venir.
Después de unos minutos me levanté, me sequé como pude las lágrimas, respiré profundo y me dije en voz baja:

—Si esto ya está pasando, lo superaré. Tendré que afrontar todo lo que conlleve este poder.

Me serené y continué con mis obligaciones. Terminé de limpiar las estatuas y reliquias, lancé una mirada rápida hacia el quinto piso; sabía que todavía me diría a mí misma que no estaba lista, así que bajé por el ascensor y me dirigí a la cocina. Mientras cocinaba, piqué algunas frutas y recordé al pequeño animalito que lanzaba ráfagas de viento. Eso me arrancó la primera sonrisa del día.
Cuando salí al jardín con la fruta, lo vi esperándome. Dejé el plato despacio, retrocediendo un poco para no asustarlo. Pero, para mi sorpresa, saltó sobre mi regazo y comenzó a rozar mi mano con su hocico. Al mismo tiempo, sus ráfagas crearon una melodía suave que me envolvía en calma.

—¿De verdad me estás consolando? —susurré emocionada—. Quizá el señor Hunt tenga algún libro donde te describa, amiguito, para saber más de ti…

El animalito me miró, luego comió tranquilamente sobre mis piernas y, al acabar, se quedó dormido un rato. Más tarde se levantó solo, me lanzó una ráfaga suave y corrió hacia el bosque.

Con el ánimo alzado, entré a la mansión, almorcé y me alisté para salir al pueblo. Estacioné el pichirilo cerca de la cafetería y entré. El campaneo de la puerta anunció mi llegada: Eduardo y Rodrigo ya estaban allí conversando.

—¡Hola! —los saludé.
—Estefanía, justo a tiempo —dijo Eduardo—. Tenemos que esperar unos minutos, Mariana está terminando de hacer las cuentas de las ventas de hoy.

—No hay problema —respondí sonriendo.

Rodrigo me miró curioso.

—¿Y cómo te ha tratado el pueblo hasta ahora?
Hice una media sonrisa.

—Bien… —contesté sin mucha convicción.

Rodrigo frunció un poco el ceño, como si hubiera notado mi inseguridad, y cambió de tema.

—¿Qué te parecieron las investigaciones del señor Hunt?
—Son increíbles —respondí—. Es sorprendente saber que existen tantas criaturas y objetos extraños en el mundo.

—Sí —asintió Rodrigo, entusiasmado—. Gracias a él descubrí que yo también quiero ser científico. Estoy preparándome para postular a una beca en Londres, en la misma universidad donde estudió. Y, bueno, como soy buen estudiante, seguro será pan comido.
Eduardo soltó una risa y le revolvió el cabello.

—Miren nada más, estoy rodeado de cerebritos.

—¡Ya basta! —protestó Rodrigo, apartándolo con el ceño fruncido—. No soy un niño para que me trates así.
Eduardo solo rió más fuerte y lo tomó de los hombros, forcejeando como si fueran dos hermanos. Yo no pude evitar reírme también: parecía más un niño Eduardo que Rodrigo.

Cuando al fin se calmaron, Rodrigo me señaló con fingida seriedad:
—Ten cuidado, Estefanía. Si sigues llevándote con Eduardo, vas a terminar en un psiquiátrico.

—¡No le hagas caso! —replicó Eduardo, resoplando—. Este muchacho no me respeta. Yo soy mayor, ¿cómo se atreve a difamarme así? Y que lo sepas —dijo, mirándome con una sonrisa traviesa—, aunque quieras, ya no podrás deshacerte de mí.

Seguimos conversando por varios minutos más, hasta que Mariana anunció que ya había terminado. Luego le indicó a Rodrigo que se fuera directo a casa y que no la esperara, pues probablemente llegaría tarde. Rodrigo se despidió de nosotros y se marchó.

Cuando quedamos solo los tres, Mariana dijo que siguiéramos. Caminamos unas cinco cuadras hacia el norte del pueblo hasta que pude divisar una casa grande, parecida a la de Mariana. Al llegar, Eduardo tocó el timbre y, en cuestión de segundos, abrió la puerta un hombre de unos sesenta años: alto, con el cabello negro entremezclado con algunos mechones grises y una barba muy bien cuidada. Vestía camisa, chaleco y pantalón de tela. Su expresión era seria. Saludó con un leve gesto y, de inmediato, cuestionó a Mariana sobre el motivo de nuestra visita




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