Cuando llegó la hora de partir hacia la casa del señor García, una sensación de inquietud me invadió por completo. A mitad del camino nos encontramos con Mariana, quien se unió a nosotros sin decir palabra.
Ahora éramos cuatro avanzando bajo la luz tenue del atardecer, mientras el aire parecía volverse más pesado a cada paso.
Mariana se detuvo un momento y sacó de su bolsillo una pequeña piedra de brillo metálico. La entregó a Rodrigo con un gesto solemne.
—Es un amuleto —explicó en voz baja—. Los protegerá si el señor García intenta sobrepasar los límites de su energía hacia ti.
Sus palabras me erizaron la piel. Sabía lo que tenía que hacer, pero me resultaba imposible mantener la calma. Algo dentro de mí presintió que aquella visita no sería como las anteriores… y que el verdadero propósito de esa noche apenas comenzaba a revelarse.
Mariana me advirtió con voz serena:
—Debes mantener la mente tranquila. Si no lo haces, el señor García tendrá que introducir su energía para disipar tus preocupaciones.
Yo le respondí, un poco confundida:
—¿Introducir su energía? Pensé que los humanos solo tenían el poder de los elementos.
Ella me miró con cierta solemnidad.
—Ese hombre no es humano —dijo al fin—. Él proviene de uno de los cuatro mundos, específicamente del Mundo de Hierro.
Sus palabras me hicieron contener el aliento.
—En ese lugar —continuó—, los seres vivos poseen habilidades más poderosas que las de la Tierra. Pueden usar los sentidos de los demás para dominarlos. Cuando la Protectora detuvo las guerras, ellos fueron fundamentales; no para destruir, sino para sanar. Ayudaron a erradicar los pensamientos oscuros de los rebeldes y a devolverles la bondad.
—Entonces… —pregunté, intrigada—, ¿por qué no hicieron lo mismo con los humanos? ¿No habría evitado eso que nos quitaran nuestros poderes?
Mariana bajó la mirada, pensativa.
—Porque su poder tenía límites —respondió con tono melancólico—. Y la Protectora no quería que los humanos se convirtieran en marionetas sin voluntad. Prefirió sellar nuestros dones, permitir que las generaciones futuras vivieran en paz… sin recordar el poder de nuestros ancestros.
Sus palabras resonaron en mi mente como un eco antiguo. Me perdí en mis pensamientos hasta que sentí una mano en el hombro. Era Eduardo.
—¿Estás preparada? —me preguntó con voz grave.
Le dediqué una pequeña sonrisa y asentí con la cabeza. Él me observó con duda, como si no terminara de creerme, pero no dijo nada más.
Seguimos caminando. Cada uno parecía sumido en sus propios pensamientos. El silencio nos envolvía, solo interrumpido por el sonido metálico de la piedra plateada que Rodrigo llevaba consigo.
Agradecí aquel silencio. Lo necesitaba para tranquilizarme, para mentalizarme en lo que debía hacer aquella noche… y en el peso que esa sesión traería consigo.
Al llegar a la casa del señor García, Mariana tocó el timbre. Esperamos unos segundos hasta que la puerta se abrió lentamente. El señor García apareció ante nosotros, con su mirada penetrante y su habitual semblante imperturbable.
—Hola con todos —dijo con voz neutral. Pero en cuanto sus ojos se posaron en mí, su tono cambió.
—¿Ves, muchacha? No te pasó nada.
Luego giró la cabeza hacia Eduardo y Mariana, y con una media sonrisa añadió:
—Por unos simples golpes, estos dos casi me matan. Aunque lo dudo… —sus ojos brillaron con un destello oscuro—, soy mucho más fuerte que ellos.
Miré de reojo a Eduardo; su mandíbula estaba tensa y sus manos temblaban de rabia. Por un instante creí que se lanzaría sobre él. Puse una mano firme en su hombro y, con una sola mirada, logré que se contuviera.
Entonces volví la vista hacia el señor García.
—Gracias —le dije, con voz tranquila—. Gracias por el remedio que le indicó a Mariana y a Eduardo para que me curara.
Él me observó con una mezcla de sorpresa y desconfianza. Quizá pensó que estaba enojada o que iba a reclamarle, pero eso nunca cruzó por mi mente. Si realmente quería aprender a controlar mi poder, debía aceptar las pruebas aunque pusieran en riesgo mi vida. No iba a rebajarme a discutir por algo que yo misma había decidido enfrentar.
El señor García asintió apenas y se hizo a un lado para dejarnos pasar. El interior de la casa estaba en penumbra, iluminado solo por un resplandor azulado que provenía del fondo.
—Esperen aquí un momento —ordenó con tono seco.
Luego se volvió hacia Mariana.
—Acompáñame a la cámara. Necesito que me ayudes a regular la energía.
Ella asintió y, antes de marcharse, nos dirigió una mirada firme.
—Siéntense. Y no se metan en problemas —advirtió, en especial a Eduardo.
Él bufó y se hizo el desentendido, aunque su mirada seguía fija en el pasillo por donde el señor García y Mariana habían desaparecido.
Cuando el silencio volvió a dominar el ambiente, Eduardo extendió la mano hacia Rodrigo.
—Dame el amuleto.
Rodrigo se lo entregó sin decir nada. Eduardo lo sostuvo entre sus dedos y, con un gesto, hizo que una pequeña flama envolviera la piedra metálica.
El fuego danzaba sobre el amuleto sin consumirlo, mientras una vibración sutil recorría la habitación… como si algo invisible despertara a nuestro alrededor.
No me di cuenta hasta que el amuleto brilló: había un símbolo grabado en su centro, apenas visible bajo la luz de la flama. Cuando Eduardo apagó el fuego, me lo entregó con cuidado.
—Escucha —dijo en voz baja, mirándome a los ojos—. Guárdalo bien en tu bolsillo. Este amuleto no solo te protegerá de lo que el señor García tenga planeado para ponerte a prueba… también servirá para que, cuando entres en tus sueños, yo pueda acompañarte. Así podré ayudarte a investigar. Esta vez no estarás sola.
—¿Y eso está permitido? —pregunté, dudando.
Él sonrió apenas.
—Sí, Estefanía. No te preocupes. Solo relájate. Porque, si no lo haces, volverán a ponerte en trance otra vez.
Rodé los ojos ante su tono y guardé el amuleto en el bolsillo de mi pantalón. Sentí su peso cálido, como si aún conservara parte del fuego de Eduardo.
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Editado: 02.11.2025