Al cruzar el bosque, caminamos en silencio hasta adentrarnos por completo en él. Se parecía al bosque de mis sueños... pero no era igual. Los árboles no eran los mismos: eran más altos y anchos, con hojas en forma de espiral y flores alargadas de tonos negros, azules y morados.
En mis sueños, los árboles también eran altos, pero sus troncos resultaban más delgados y delicados. Me agaché y tomé una hoja del suelo; tenía líneas transversales que se cruzaban entre sí, formando un entramado extraño, casi hipnótico. La tierra bajo mis pies era áspera y dura, muy distinta a la de mis sueños, tan suave que parecía que caminaba sobre nubes.
Mientras me distraía observando los detalles que nos rodeaban, sentí un tirón brusco. Pipo me jaló con urgencia. Su comportamiento era inusual; por la manera en que se movía, debía de tratarse de algo grave para que insistiera tanto en que lo acompañara al bosque.
Él solía venir solo a comer. A veces se quedaba un rato haciéndome compañía, pero luego se marchaba sin mirar atrás. Esta vez, sin embargo, cada pocos pasos giraba la cabeza para mirarme, como si quisiera asegurarse de que lo seguía. Su mirada era clara, casi hablaba por sí sola: "No te detengas."
Me concentré en avanzar rápido. En cuestión de minutos llegamos a un sendero cubierto de maleza. A medida que nos acercábamos, el camino se estrechaba más y más, hasta que finalmente llegamos al final.
Frente a mí se alzaba un árbol distinto a todos los que había visto, tanto en este bosque como en mis sueños. Sus hojas eran amarillas, como si estuvieran hechas de oro y cubiertas con escarcha. Su tronco, negro y retorcido, tenía una textura que recordaba al mármol antiguo. Todo en él parecía vivo y dormido al mismo tiempo.
Me acerqué lentamente y, al tocarlo, el árbol comenzó a moverse. Cerré los ojos por unos segundos e intenté conectar con la información que podía obtener gracias al poder del encapuchado al que había vencido. Entonces, una visión me envolvió, y la información llegó a mi mente como un susurro ancestral:
"Vaer'thyn Nyth'varya."
El Árbol de la Vida.
Era el primer árbol que había nacido en el mundo de Ozar. Una especie antigua capaz de moldearse según las necesidades de quien lo invocara. Pero su ayuda tenía un precio: por cada favor concedido, el árbol absorbía una parte del poder de su invocador, alimentándose de su energía vital para crecer más alto y convertirse en el más hermoso de todos los árboles del bosque de Ozar.
Entonces lo comprendí. Ese bosque... pertenecía a aquel mundo.
¿Qué hacía aquí, en la Tierra?
¿Acaso alguien había hecho lo mismo que yo: traer algo de otro mundo para que existiera aquí? La diferencia era que este bosque podía verse, tocarse... respirarse.
Ahora entendía por qué Marina y Eduardo me habían advertido que no entrara. El señor Hunt aún no había terminado de estudiarlo, y los letreros eran claros: "No ingresar. Zona no estudiada."
Pero no era solo una advertencia científica. Eduardo me había dicho que las criaturas que habitaban aquí podían ser peligrosas.
Pipo trepó con agilidad hasta un hueco en el tronco. Asomó su pequeña cabeza y me miró desde arriba, esperando que lo siguiera.
Como había estado entrenando, me consideraba lo suficientemente hábil para subir el árbol. Tomé impulso, pero al intentar escalarlo descubrí que el tronco era resbaladizo. Caí al suelo con fuerza, y al levantar la mirada, Pipo seguía observándome desde arriba, paciente, esperando que lo intentara de nuevo.
Resoplé, me levanté y me sacudí el polvo. Me dolía un poco la espalda baja, pero no era grave. Sabía lo que debía hacer.
Apoyé la mano sobre la corteza y mentalicé unas gradas que me permitieran ascender hasta el hueco. Además, pedí al árbol que ampliara el espacio, pues apenas cabía mi mano.
Cerré los ojos e invoqué mi poder. Mi instinto me indicó que debía combinar la energía que me ayudaba a sanar con los colores blanco, morado y amarillo. Me refería a mis poderes como colores, ya que aún no conocía sus verdaderos nombres. Solo sabía que cada uno me otorgaba habilidades específicas:
El poder morado potenciaba mis habilidades y creaba la conexión con las criaturas; con suficiente entrenamiento, podía convertirlas en aliadas de batalla.
El blanco me permitía curar tanto heridas físicas como mentales, incluso las provocadas por maldiciones.
El amarillo afinaba mis sentidos y me otorgaba la capacidad de invocar o lanzar hechizos según la necesidad. Aunque aún no lo dominaba del todo, había logrado invocar fragmentos del bosque y de la ciudad donde entrenaba.
Entonces los mezclé. De mi mano comenzó a emanar una luz que giraba en espirales, entrelazándose con las demás tonalidades. Era hermoso verlo: un pequeño torbellino de energía que danzaba ante mí.
De pronto, ante mis ojos, comenzaron a formarse escalones de madera que ascendían suavemente por el tronco.
-Guau... lo hice bien -susurré-. Cada vez me vuelvo más ágil. Eso significa que también soy más fuerte.
Subí con cuidado. Al llegar al hueco, me sorprendí al notar que el interior también se había expandido. Observé con detenimiento: no era un simple hueco, sino una pequeña casa.
Tenía adornos y muebles rústicos, todos diminutos, como si hubiesen sido tallados para una criatura del bosque. Los grabados eran delicados, casi adorables. Al haber crecido el espacio, todo parecía en miniatura, como una maqueta viva.
Pipo comenzó a emitir leves ráfagas de aire, un sonido chillón y tembloroso. Lo miré, y vi que se había detenido junto a una pequeña cama. Me acerqué con cautela.
Sobre la cama yacía una diminuta figura alada. Tenía el cabello rubio y estaba cubierta con una hoja amarilla, del mismo árbol.
Era... ¡un hada!
Pero no se veía bien. Su luz estaba apagada, su cuerpo drenado de color. No brillaba. Era como si alguien hubiera absorbido toda su esencia.
Pipo seguía emitiendo ese chillido; noté que pequeñas lágrimas resbalaban por sus ojitos. Me agaché, lo tomé entre mis brazos y le hablé con suavidad:
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Editado: 02.11.2025