Rodrigo detuvo la narración del señor Hunt y le pidió permiso para contar lo que él mismo había vivido. El señor Hunt asintió en silencio. Rodrigo se acomodó de nuevo y clavó la mirada en Estefanía.
Con voz grave, comenzó:
—Estefanía… cuando nací otra vez, fue en el Mundo del Corazón: Vael’droth Kaer’vyn.
Y en mi vida anterior, pertenecí al Mundo del Hierro: Orv’khaed.
En la familia que me crié en esta nueva vida… todo fue un horror. Mis padres eran unos borrachos apostadores. Solo tenían dinero para sus vicios. Y de su mala suerte siempre me culpaban a mí. Eso les servía de excusa para pegarme y dejarme sin comer durante días enteros.
En mis primeros siete años de vida, viví encerrado con ellos… era su saco de boxeo. Pero cuando estaban en sus cinco sentidos, se disculpaban y me decían que, por desobediente, me pasaba eso.
Yo, en mi inocencia, pensaba: ¿Qué tan mal portado seré para que mis padres me traten así?
Intentaba ser lo más silencioso posible para no molestarlos. Desde temprana edad tuve que buscar comida y valerme por mí mismo.
Esa era mi vida… miserable.
Al escuchar aquel relato, Estefanía sintió un nudo en la garganta. No podía comprender cómo unos padres podían llegar a tratar así a su propio hijo. Ella recordó que sus padres jamás les habían levantado la mano; cuando ella o Fabián se portaban mal, siempre dialogaban con ellos.
Estefanía salió de sus pensamientos cuando Rodrigo pronunció una frase que le heló la sangre:
—Pero si crees que esa fue la peor parte… no lo fue.
Rodrigo tragó saliva y continuó:
—Una noche, ellos llegaron acompañados por unos tipos. Empezaron a beber y a apostar como siempre. Pero en uno de los juegos, mis padres ya no tenían nada que ofrecer… así que me llamaron. Les dijeron a esos hombres que yo sería su apuesta.
Con miedo, alcé la mirada hacia los señores. Me miraban como si fuera un pedazo de carne. Sus miradas eran asquerosas… incluso uno se lamió los labios cuando aceptó entrar en el juego.
Yo recé por dentro para que mis padres ganaran. Recé con todas mis fuerzas. Pero al final… perdieron.
Uno de esos hombres hizo trampa, lo vi claramente. Traté de decirles que habían hecho trampa, pero aquel sujeto se indignó y les reprochó a mis padres que cómo habían criado a un mentiroso.
Mis padres, en vez de creerme a mí… les creyeron a ellos.
Mi madre me dio una bofetada tan fuerte que caí al suelo y empecé a sangrar.
Mi padre me agarró del cuello de la camisa y me lanzó hacia esos hombres desagradables.
—Tomen al niño —les dijo—. Pueden hacer lo que quieran con él.
Yo… no podía creer lo que escuchaba. Mis propios padres iban a entregarme a unos desconocidos.
Los tipos se carcajearon de forma macabra. Uno de ellos le dijo a mi padre:
—Está bien… está bien. Para no hacer problema, les daré algo que me dio uno de los súbditos de nuestro jefe. Es lo último que me queda. Tómenlo, aprovéchenlo.
Ese jefe era el líder de la organización que había perseguido y matado a la Kael’varya.
Y mis padres, como animales hambrientos, se abalanzaron sobre la bolsa.
Los hombres desagradables me llevaron al cuarto. Traté de forcejear… pero con mi cuerpo pequeño y tan débil por no comer, no tenía fuerzas para defenderme. Solo podía llorar… y rogar que alguien me salvara.
Pero con mis escasos siete años… ya sabía que nadie iba a venir.
Me lanzaron contra la cama.
Comencé a temblar; no sabía qué iba a pasar cuando uno de esos tipos empezó a desnudarse. Pero, de repente, sentí que el miedo y la rabia dentro de mí alcanzaban un nivel que jamás había experimentado. Una voz en mi interior me susurraba que lo liberara
No entendía qué debía liberar… hasta que vi la mano de uno de ellos acercarse a mí. Algo hizo clic dentro de mi mente, como si se encendiera una chispa olvidada.
Y entonces ocurrió.
Mi energía —esa que rogaba ser liberada— estalló. Una onda expansiva salió de mi cuerpo con tal fuerza que los lanzó contra la pared. Una energía densa, casi visible, se arremolinó a mi alrededor. Aquellos tipos comenzaron a temblar; no los había matado… pero sí los había herido de gravedad.
El estruendo llamó a mis padres. Entraron al cuarto y, al ver la escena, se quedaron horrorizados. Uno de los hombres heridos señaló hacia mí con la mano temblorosa.
—¿Qué… qué es esa cosa? —gruñó—. ¡Le diremos a nuestro jefe lo que tienen por hijo! ¡Cuando se entere, hará con ustedes lo mismo que hizo con la Kael’varya!
Mis padres palidecieron. Sabían perfectamente lo que significaba eso. Si el líder de esa organización descubría que ellos —dos aldeanos de rango bajo— tenían un hijo con un poder fuera de la norma, los ejecutaría sin dudar.
Antes de que pudiera comprenderlo, mi padre tomó un cuchillo y degolló al hombre que los había amenazado. El otro sufrió la misma suerte.
Mi poder se desvaneció tan rápido como había surgido. El cansancio era brutal; sentía mi cuerpo vacío, agotado, como si el estallido me hubiera devorado por dentro.
Al verme indefenso, mis padres se abalanzaron sobre mí. Me golpearon con tal brutalidad que no quedó un solo rincón de mi cuerpo sin dolor. Cuando terminaron, me arrastraron hasta el chiquero y me arrojaron allí como si fuera basura.
Intenté acomodarme, pero me dolía cada respiración.
Las noches siguientes lloré en silencio, suplicando que todo terminara, reprochándole a un dios indiferente que parecía haberme enviado únicamente para sufrir.
Estefanía lloraba en silencio. Lágrimas de rabia y dolor resbalaban por sus mejillas. Sentía que el alma se le desgarraba.
Quería retroceder en el tiempo y salvar a Rodrigo.
Quería tomar a sus padres y destruirlos.
Pero una mano tibia le limpió el rostro.
Al alzar la vista, se encontró con los ojos de Rodrigo, que la miraban con una mezcla de tristeza y ternura.
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Editado: 15.12.2025