El sol comenzaba a salir entre los edificios altos, pintando el cielo de tonos dorados brillantes. La ciudad despertaba poco a poco, el sonido de los autos se mezclaba con las voces de los comerciantes abriendo sus negocios, mientras el aroma a pan recién horneado flotaba en el aire, llenando las calles con su calidez.
En un callejón oscuro y estrecho, entre cajas de cartón y bolsas de basura, un gato naranja bostezó perezosamente y estiró sus patas delanteras con un leve temblor de placer. Su nombre era Kai, y aunque no tenía un hogar, tenía un mundo entero por explorar. Para él, cada día era una aventura, un desafío lleno de misterios y oportunidades.
Se sacudió el lomo cubierto de polvo y saltó ágilmente sobre un muro bajo, sus ojos dorados reflejaban la curiosidad de quien conoce cada rincón de la ciudad, pero siempre está listo para descubrir algo nuevo.
Su primer objetivo era claro: encontrar algo de comer. Sabía que la panadería de la esquina solía deshacerse de los trozos de pan del día anterior justo al amanecer. Si llegaba antes que las palomas, podría darse un festín.
Con movimientos sigilosos, Kai recorrió los callejones con la destreza de quien ha vivido siempre en ellos. De vez en cuando, se detenía a observar a los humanos, esos seres extraños que, desde su pequeño mundo, le parecían gigantes impredecibles. Algunos caminaban apresurados con tazas de café en las manos, otros hablaban solos con extraños aparatos en los oídos. A veces le ofrecían comida con una sonrisa, otras lo ahuyentaban con gritos y escobazos, pero Kai sabía moverse entre ellos con la astucia de un sobreviviente.
Cuando llegó a la panadería, se ocultó detrás de unos barriles y contenedores de metal. Sus orejas se agudizaron al escuchar el chirrido de la puerta trasera abriéndose. El panadero, un hombre regordete con un delantal blanco manchado de harina y huevo, salió cargando una bolsa de papel. La dejó cerca de un contenedor mientras cerraba la puerta con llave. Kai se relamió los bigotes. Era su momento.
Sigiloso como una sombra, avanzó con las patas acolchonadas sobre el suelo, cada movimiento calculado al milímetro. Con un rápido zarpazo, metió la pata en la bolsa y sacó un pedazo de pan con mantequilla aún caliente. El aroma hizo que su estómago gruñera de anticipación, y cuando mordió el primer trozo, un ronroneo involuntario escapó de su garganta. Justo cuando iba a tomar otro bocado, una voz retumbó en el aire.
-¡Eh, tú! -gritó el panadero con enojo.
Kai pegó un salto del susto, sus patas reaccionaron antes que su mente y, en un instante, ya estaba corriendo con el pan en la boca. Detrás de él, el hombre lanzaba maldiciones mientras el sonido de sus pasos resonaba en el callejón. Pero Kai era veloz. Esquivó obstáculos con movimientos elegantes, zigzagueando entre cajas y saltando cercas como si el suelo ardiera bajo sus patas.
Después de varios minutos corriendo, se detuvo en la azotea de un edificio, su pecho subía y bajaba con rapidez. Soltó su botín y, con la respiración aún agitada, lo mordisqueó con deleite. Desde su altura, la ciudad se extendía ante él, brillante y despierta, llena de promesas y desafíos.
Kai lamió su pata y la pasó por su oreja con tranquilidad. Otro día había comenzado, y con él, nuevas aventuras lo esperaban.