Las agujas de aquel viejo reloj apuntan al Doce y todo parece que ha de ser un día del ocio. ¿Un día perdido, quizá? Tal vez sí, tal vez no. Mis ojos no parecen estar interesados en dicho cuestionamiento.
Durante este tiempo sólo he pensado en el cómo es que se puede vivir así, correteándonos como ratas por las negras sendas del asfalto.
¿Cómo?
¿Cómo es que podemos respirar estando atestados en el Metro? ¿Cómo? ¿Cómo podemos comer tantos deseos de empujarnos en ese mar de esbirros sacudiendo sus patas de formas tan repulsivas? ¿Cómo? ¿Cómo se puede vivir apretado en esa ratonera escuchando a cada instante esa lluvia de órdenes sin siquiera escuchar un cumplido, o un gesto amable que no sea fingido? ¡¿Cómo?!
¡¿Y sobre todo, para qué?! ¿Para complacer a los cerdos del barrio alto? ¿Cerdos que se revuelcan en oro lodoso mientras sus ratas roen más de lo que comen? Pues eso somos para ellos. Ratas. Alimañas destinadas a rondar por la basura de todos estos cerdos, cerdos insensibles que sólo piensan en hacerse de más lodo del que ya tienen, mientras que las ratas siguen ahí, a su alrededor, sacudiendo las patas para su deleite y moviendo la cola en busca de esa basura que, según algunos, las hará tan buenos como los cerdos. ¡¿Y con qué fin?! ¡¿Con qué fin, señores?! ¡¿Con qué fin?!
Y lo peor de todo es tener que ver cómo estas ratas se matan una a la otra para no conseguir más que migajas, soñando con un día nadar en su propio chiquero, chiquero que les dará renombre y una vida de ensueño. Ingenuas.
Y por ese chiquero mueren. Mueren. Mueren y se destrozan sólo por un poco más de basura. Más basura de la que ya hay en su mundo...
Es triste. Es triste ser una rata.