Kairos… viejo cuervo.
Tú me viste a su lado, así como la viste alejarse para volverse hielo, como Eurídice. Me viste llorarla, me viste extrañarla, me viste desearla, y desear por ella la muerte. ¿Por qué?
Pero en realidad, mi pregunta es otra…
Desde Orfeo hasta Dante, desde Dante hasta Quasimodo, no hay hombre alguno que no ha llorado por amor. ¿Y por qué? ¿O para qué? ¿Porque sí? ¿Porque no? ¿Es acaso el inevitable destino que yace tras ese hilo rojo? Y si habría así de ser, ¿cuántos habremos de postrarnos al lado de Orfeo para tocar por nuestras amadas? ¡¿Cuántos?!
¡¿Y ese es al final el destino?! ¡¿Es ese, Kairos, viejo cuervo, el último nudo que teje el destino?! ¡Ridículo! Y más ridículo el hecho de que, incluso yo, esté dispuesto a seguir ese hilo, a pesar de que, una y otra vez, termine como Orfeo.
¡Ridículo!