Kamari.

XXVII.

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Apenas crucé el umbral del portal, sentí que el aire cambiaba. Una ráfaga helada me acarició el rostro con la delicadeza de un susurro antiguo, como si el invierno mismo se hubiera inclinado para darme la bienvenida. Abrí los ojos con lentitud, y por un momento creí estar soñando.

El mundo que se extendía ante mí parecía salido de un cuento tejido por constelaciones. Una vasta llanura se abría como un espejo helado que reflejaba el cielo cristalino. Copos de nieve flotaban en el aire, pero no caían: danzaban. Suspendidos como luciérnagas blancas, giraban y brillaban con un resplandor sutil, casi dorado, como si estuvieran hechos de polvo de estrellas o del aliento de algún espíritu benigno.

La nieve no era nieve común. No crujía, no pesaba. Era ligera como ceniza encantada, con reflejos iridiscentes que cambiaban de color al ritmo de mis pasos. Cada copo que tocaba mi piel se deshacía en una pequeña vibración, cálida, imposible. Era como si aquella tierra ignorara la crueldad del frío y solo se quedara con su belleza más pura.

Alcé la mirada. En la distancia, colinas suaves se alzaban como olas congeladas, cubiertas de árboles blancos con hojas que tintineaban como campanillas de cristal. El cielo tenía un tono azul pálido que no era del todo cielo; era más bien un velo, una cúpula que respiraba luz y resguardaba aquella joya del mundo.

Craven avanzaba a mi lado en silencio, su ropa levantándose con el viento encantado. Nala, con su cabello negro y ojos profundos, parecía flotar en lugar de caminar. Este era su reino, la estrella Invierno, y se notaba en la forma en que el paisaje respondía a su presencia: el aire se volvía más azul a su alrededor, más nítido, como si la reconociera. Lo que sucedió conmigo.

Me detuve unos segundos. Solo para respirar. Solo para grabar en mi mente aquella perfección etérea. Aquel lugar era imposible. Y sin embargo, lo estaba pisando.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo en mí—algo más allá de la sangre o del miedo—se rendía ante la belleza.

Avanzamos en silencio, guiados por Nala, que parecía conocer cada susurro de aquel paraje. No había caminos, solo una alfombra interminable de nieve luminosa que se encendía bajo nuestros pasos. Cada árbol era un obelisco de hielo, y a veces, al pasar junto a uno, escuchaba lo que parecía una voz. Pequeña. Frágil. Como si las ramas quisieran hablarme. Pero al girar la cabeza, no había nadie.

—Este lugar te observa —murmuró Craven sin mirarme, como si leyera mi mente.

No supe qué responder. Porque lo sentía también. La estrella Invierno no era solo un reino: era un ser vivo. Un titán dormido bajo la escarcha.

Pasaron unos minutos —o tal vez horas, el tiempo allí era un hilo flojo— hasta que empezaron las distorsiones. Primero, el cielo se tornó violeta. Luego, los árboles comenzaron a moverse, aunque no había viento. Sentí que el suelo respiraba. Que me alejaba del cuerpo. Craven estaba unos pasos delante, pero de pronto lo vi diferente. Su silueta se alargaba, su rostro cambiaba... se tornaba en mi misma.

—Kamari —escuché su voz, pero sonaba distorsionada, como si viniera desde el fondo de un lago—. No te detengas.

Intenté avanzar, pero mis piernas se volvían pesadas. Las huellas que dejábamos se multiplicaban, como si alguien más —o muchos más— nos siguiera.

Nala se giró con expresión tensa. Sus ojos ya no eran ojos, sino espejos. En ellos vi imágenes que no eran reales: la corona robada, el rostro del rey pisciano, la prisión luminosa… Mi miedo, mi dolor, mi deseo de huir.

—Es la prueba del Velo —dijo ella con voz apagada—. La estrella Invierno protege a su mago distorsionando la percepción. Si cedes al caos, te pierdes para siempre.

Cerré los ojos con fuerza. Respiré. Recordé a Azar, el calor de su pelaje. El tacto de la tierra cuando rodaba con él. Supe entonces que los sentidos podían mentir, pero la memoria verdadera era un ancla.

—No creas lo que ves —dije para mí misma, con los dientes apretados.

Avanzamos a ciegas. Guiados por instinto, no por vista. Craven tomó mi mano y una burbuja me encerró, algo vibró ante el toque, mis ojos dieron con los suyos y la palabra alma gemela se repitió en mi cabeza. No dijo nada. No hacía falta.

Aparté la mano del toqué después de ser golpeada por una ola de calor que alertó mis sentidos. Y fue como si me hubiera recompuesto del cansancio y del hambre, la energía electrocutó mi cuerpo, sentí los ojos ardientes cuando algo intentó tomarme por el cuello.

Magia azúl.

Pequeños destellos de una corriente aguamarina me rodearon y un borbotón nos cubrió mientras Azar mostraba los dientes a una dirección. Nala soltó un conjuro y la magia azúl se desvaneció, mostrando tres criaturas un poco más grandes que Azar, lobos con alas con un símbolo en la frente que se tornaba celeste junto con sus ojos.

Mi lobo gruñó en reacción y en un momento se desató el caos.

Craven empuñó la espada en cuanto dos hombres que parecían soldados se lanzaron en mi dirección. Nala se agachó para mover el agua como fuente de su energía, la alzó como si pudiera tomarla con una sola mano y la estrelló contra los soldados.

Un grito salió de mi garganta cuando algo más poderoso logró alzarme por el aire. Algo vibró en mi pecho mientras Azar corría para intentar alcanzarme, la magia azúl desestabilizó mis sentidos en cuanto me soltó.

Y entonces vi.

Primogénita, hija del dragón del invierno, nacida para reinar entre los elementos. Mártir y salvación. Madre del octavo caballero y rey de los imperios superiores. Kamari.

La sombra tenía ojos azules, los que brillaron mientras mi cuerpo se hundía en el agua.

—¡Kamari! —dos manos rasposas tomaron mi rostro y entonces volví a la realidad.

Parpadeé al sentir el olor de Craven, sus ojos oscuros estaban anclados en los míos, estaba prácticamente de rodillas, apretó los labios y solté mis músculos notando que le estaba haciendo daño con la magia de Ryby.




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