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El sendero era estrecho y serpenteaba entre riscos cubiertos de escarcha, como si la misma montaña deseara guardar el secreto de su habitante. Las ventiscas aullaban alrededor, pero Edras caminaba delante con la calma de quien ha pactado con la tormenta. Yo lo seguía, envuelta en mi capa, mientras la nieve nos acariciaba como dedos fantasmas.
Y entonces lo vi.
La entrada al refugio estaba tallada en el corazón de un glaciar antiguo, invisible a simple vista. No era una puerta común, sino un umbral de cristal de escarcha viva, que se abría con un susurro del mago. Al cruzarlo, el frío dejó de ser agresivo. Se volvió puro, sagrado. El aire era nítido como el borde de una espada de plata.
El interior era vasto y resplandeciente. No había fuego alguno, pero todo estaba bañado por una luz azulada, proveniente de los miles de estalactitas de hielo encantado que colgaban del techo como candelabros naturales. En sus núcleos palpitaba una energía arcana, y al acercarme, pude ver que dentro de algunos dormían pequeños fragmentos de recuerdos congelados: una lágrima, una batalla, un nombre.
El suelo era de cristal opalescente, pulido por el tiempo y la magia. Debajo de nuestros pies, corrían lentamente venas de hielo encantado que brillaban con tonos celestes y violáceos, como si una aurora boreal serpentease por dentro de la montaña.
En el centro del lugar, sobre una plataforma flotante de obsidiana nevada, Edras tenía su taller. Frascos de escarcha líquida, pergaminos que sólo podían leerse con aliento tibio, y una esfera de cristal que giraba sola sobre un cuenco de plata. Sobre todo, destacaba el Corazón del Muro: una gema colosal, suspendida en el aire, hecha de un hielo tan puro que parecía contener todo el invierno del universo. Desde ella, ramificaciones de magia se extendían como raíces, conectándose con los muros que protegían el mundo exterior.
—Aquí es donde se mantiene el equilibrio —dijo Edras, su voz como el crujido de un lago congelado—. El invierno no es ausencia. Es guardián. Es espera.
Yo no pude responder. Me limité a mirar el techo, donde copos de nieve flotaban en cámara lenta, suspendidos por un hechizo tan antiguo que ni el tiempo se atrevía a interrumpirlo.
Era hermoso. Imponente. Inolvidable. Como si el alma misma del invierno viviera allí, respirando con lentitud, esperando ser llamada cuando el mundo olvidara que la magia también podía ser fría y protectora.
Nala observó el palacio de Edras como si la vista fuera fantasiosa. Todo era azul, morado y verde. La mano del mago se cerró y una mesa se desplegó en el aire junto con los planos de lo que parecía era Ryby.
—Esta es la estrella de la reina— señaló con los ojos el palacio— me imagino que fue destruido.
—Lo fue—Craven respondió mirando el lugar hacerse escarcha por la energía del mago.
—¿Ella está en un campamento?
—Está a salvo—se limitó a responder el hermano de Faye.
El plano se derrumbó en polvo blanco y algo más se construyó, un portal, uno que yo había visto antes, uno que traspasaba el mundo de los valkos hacía la estrella de Ryby.
—¿Lo has visto? —el mago clavó sus ojos en mí.
—Sí. Por ahí fue por donde pasamos, muchos murieron por el cambio de ambiente, los más débiles, otros por la caza de los piscianos. Me escondí con la cría de lobo que me halló.
Sus ojos fueron al lobo que se mantenía detrás de mí.
—¿Tu mascota?
—Mi familia.
—Tu sangre no es común— murmuró—. Eres de aquí ¿no es cierto?
—Nací en Valka.
—Historia tras historia, no eres la primera que llega sin saber quién es— señaló el plano de nuevo—. ¿Qué han destruido?
—Todo, lo queman, matan a las mujeres y a los hombres los usan de comida, los soldados de primera línea son los más fuertes. Pero supongo que se mueven con la energía roja.
—La que por cierto tienes corriendo entre tus venas.
—Así es.
—Bien, la solución es muy simple en palabras, pero no en hechos y quiero que lo sepas de una vez, ya que serás tú parte de algo que no podrás controlar.
—¿De qué hablas? —Nala cuestionó.
—Podemos ir con los grandes Maestros, con los Celestiales, magos conocedores más allá de cualquier guerra, magia o vida. Podrán reunir los ejércitos necesarios para detener la colonización de Ryby por completo. Un celestial podría buscar la manera de destruir la magia.
Sus ojos se centraron en los míos.
—Pero todo aquel que haya tocado la magia morirá, es la ley de la naturaleza.
—Así que moriré cuando un celestial decida detener esto.
—Sí.
Miré a Azar quién me olfateó y acaricié su pelaje de nuevo. —No tengo nada que perder, ¿algo más que deba o debamos saber?
—No, pero deberán hacer otra visita, a mi rey.
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El viento había dejado de ser viento.
Allí, en el umbral de lo imposible, incluso el frío parecía contener el aliento. Caminábamos en silencio, los cuatro, envueltos por la bruma de un mundo que no pertenecía ni a la carne ni al fuego. La Estrella del Invierno se abría ante nosotros como una plegaria no dicha, blanca y solemne, bordeada de riscos inmóviles que parecían crecer hacia un cielo sin tiempo.
Edras marchaba al frente, su silueta larga y austera como un símbolo grabado en piedra. No lo seguíamos: lo escoltábamos, aunque era él quien conocía el camino. Craven iba detrás de él, y algo en su postura —tensa, como si luchara contra un recuerdo antiguo— me mantenía alerta. Nala caminaba junto a mí. Su aliento formaba nubes tibias en el aire helado, y sobre su piel morena danzaban las últimas gotas de agua líquida, protegiéndola con una magia que fluía sin esfuerzo.
Yo, en cambio, sentía cada copo como una aguja.
Cuando al fin emergimos del pasaje de hielo, lo vi.
El palacio.
No era un edificio, era una visión: una fortaleza forjada por el silencio y los siglos, construida en la cima de una montaña que no existía en ningún mapa. Las torres estaban esculpidas en hielo puro, talladas con geometría imposible; cada arista brillaba como un fragmento de estrella caída. Las paredes no tenían costuras. Eran bloques colosales de cristal eterno, respirando magia antigua en cada centímetro.
Editado: 18.05.2025