Kamari

XXX

La nieve no crujía como en Valka. No era áspera, ni agresiva. En la estrella del invierno, la nieve era un manto de seda congelada que acariciaba los pies como si no quisiera ser notada. Marchábamos sobre ella en silencio, guiados por la tenue luz de las luces boreales, esas lenguas de fuego helado que se deslizaban por el cielo como serpientes de otros mundos.

El paso hacia los Celestiales no era un sendero. Era una grieta de hielo azul que se curvaba entre montañas huecas y torres de escarcha petrificada. A cada lado del abismo, estalagmitas centelleaban con un fulgor que no provenía de ningún sol. Decían que los espíritus del agua dormían allí, y que, si los despertabas, podías perder el rostro en sus reflejos.

Íbamos los cinco: Nala, Craven, Edras, yo y Azar. El frío nos abrazaba como un manto de juicio. Habíamos sellado el trato con los reyes. Nos habían concedido cinco días de paso, ni uno más, y una escolta mágica… que no era otra que Edras, el viejo mago de los cristales.

Yo intentaba confiar.

Intentaba.

Pero algo en el aire no encajaba.

Desde que salimos del palacio, la magia del camino parecía totalmente alterada. Los cristales no respondían como antes, la brújula líquida de Nala giraba sin sentido. Y Craven, siempre tan inexpresivo, comenzaba a aferrar su espada con más frecuencia, como si al igual que yo; supiera que había algo distinto.

Fue en el tercer día de marcha que lo vi.

Un sigilo oscuro, medio oculto entre los pilares de hielo.

Mi arco había sido despellejado, lo único que podía hacer ahora era aferrarme a la magia que por el momento tenía bien controlada y a las armas de Craven y Nala.

Se sentía diferente, el aire y la energía, como si un susurro de sangre me gritara en medio de la asfixia que estábamos cerca de la muerte. Y cuando vi el sigilo, confié en mi instinto.

—Deberíamos volver—le sugerí a Nala en un murmuro— hay algo que no me gusta de este lugar. Esa es una marca que yo reconozco, pero no hay magia roja ahí.

—¿De qué hablas?

—Ese sigilo es una marca Valka—observé hacía donde los machos se encontraban descansando y me levanté levemente la blusa para darme vuelta, los dedos fríos de Nala tocaron la piel rasposa de mi espalda, piel que estaba marcada por aros de fuego y sigilos parecidos— los esclavos las tienen siempre, les permitían a los valkos mayores encontrar a sus perros.

—Tu piel se estiró—musitó en un suspiro.

Ya sabía a lo que Nala se refería. Mi piel se había estirado porque la marca me la hicieron recién nacida. Me giré hacía ella y luego le hablé con calma.

—Era una bebé y la hicieron en caso de que escapara. Cuando cruzamos el portal, se desactivó, cuando me diste tu energía la apagaste, por esa razón no nos han encontrado. Pero esto está fresco en energía. Y no podría estar ahí a menos que alguien la hubiera sembrado desde dentro.

Los ojos de la maga viajaron hacía el otro hechicero, como si entendiera mi especulación. Me agaché y pasé la palma por encima, mi cuerpo vibró cuando cerré los ojos. Azar olfateó el lugar por donde mi energía se mantenía y luego agachó las orejas.

—¿Todo está bien? —la voz del hermano de Faye me hizo parpadear y verlo.

—Esto no lo han dejado ellos —murmuré, tocando el hielo con dos dedos—. Esto es un señuelo. Quien lo activó conocía el camino. Conocía este sendero.

Craven se acercó, con los ojos entornados.

—¿Lo viste antes?

—No, en el sendero es la primera marca, son insignias.

Nala se arrodilló junto a mí. Sentí su magia de agua palpitar como un corazón ansioso. El sigilo reaccionó a su energía, y por un instante, la forma de un rostro surgió en la superficie del hielo. Un rostro envuelto en capucha. Un susurro en un idioma muerto.

—No... —susurró ella—. Kamari, esto es una ofrenda. Para rastrear. Para atraer.

—¿Una ofrenda? ¿De quién? —preguntó Craven, con voz baja y grave.

Silencio.

Y entonces, como si el universo respondiera por nosotros, el hielo bajo nuestros pies tembló. Una grieta se abrió no lejos. Y de ella surgieron criaturas que no debían existir en esa estrella: bestias de sombra líquida, con ojos que rezumaban agua negra.

Edras alzó la mano.

Pero no conjuró defensa.

No.

Abrió la grieta más, atraje a mi lobo hacía mí, evitando que cayera al abismo. Craven protegió a Nala de una criatura usando la espada con un conjuro viejo de protección.

—¡Retrocedan! —grité, empujando a Nala hacia Craven cuando otra criatura intentó tomarla.

Edras nos miró desde la grieta, con su túnica ondeando en un viento que no tocaba a nadie más.

—Lo intenté —dijo, y su voz sonó extrañamente triste—. Pero ustedes no entienden el equilibrio. Los Celestiales no pueden despertar. No aún. Su poder es… demasiado. Si la Valka llega hasta ellos, el invierno será borrado.

—¡Nos usaste! —gritó Nala.

—Los protegí. De ustedes mismos.

Entonces desató su magia.

Y el hielo comenzó a caer.

Nos vimos obligados a correr. El sendero se derrumbaba a nuestro paso. Las bestias nos rodeaban. Craven lanzó una daga de hielo fundido. Nala invocó una ola que chocó contra las criaturas, congelándolas de nuevo. Yo… abrí las manos. Dejé que la magia surgiera desde el fondo de las visiones que había tenido.

El hielo volvió a temblar.

—¡Edras! —le grité, entre el caos—. Si destruyes este paso… los Valkos vendrán igual. No serán los Celestiales quienes destruyan todo, serás tú.

Él titubeó. Por un segundo. Por un respiro Y entonces desapareció cuando activé la protección sobre Nala, Craven y Azar, me subí al lomo del lobo y recité uno de los conjuros de la biblioteca que había memorizado, me centré en lo que necesitaba y la energía se convirtió en tierra pura entre el hielo. Alcé dos muros de ramas marrones y azules amaderadas, protegiéndonos del huracán que Edras había formado.

En una tormenta de hielo tan densa que pareció borrar su existencia.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.