Kamika: Dioses Guardianes

Prólogo

 

 ~ • ~  

Atenas, Grecia 1000 a.c.

 

—¡Apolo! —gritó Atenea, mientras se volvió para verificar que su compañero estuviera bien.

—Estoy bien —respondió Apolo, tratando de levantarse, con la mirada clavada en el suelo.

Atenea, con odio en su mirada, observó al demoniaco rey del Inframundo que había lanzado a Apolo por los aires y que tenía en frente: Hades. Apretó la empuñadura de su espada, con los ojos centellantes de ira, y levantó su arma en alto mientras se preguntaba mentalmente cómo habían llegado hasta ese punto.

Sus labios murmuraron el conjuro, que salió de la punta de la espada en forma de una intensa luz blanca que impactó contra el cuerpo de Hades, borrándole por un momento la asquerosa sonrisa de victoria que lo caracterizaba.

Hades se tambaleó, al tiempo que Atenea repetía su ataque para derribarlo. Lo cual consiguió. Hades fue arrojado varios metros por entre los árboles. Tiempo que la diosa aprovechó para acercarse a Apolo y ayudarlo a levantar.

—Salgamos de aquí —dijo Atenea mientras Apolo se enderezaba. Verlo de esa forma, sin su encantadora sonrisa en el rostro, y gastando alguna broma tonta para hacerla reír, le causaba una sensación de vacío en el estómago—. Debemos avisarles a los demás.

Se escuchó el sonido de un árbol al caer, y ella supo que Hades se había recuperado.

Los oscuros ojos de Apolo se posaron el ella, y sin decir nada, la tomó de la mano y la arrastró hacía el oscuro y húmedo bosque.

Atenea no se resistió; continuó corriendo tras él, atenta a cualquier movimiento sospechoso de su alrededor.

La noche era hermosa, con una brillante luna sobre sus cabezas, y una fresca brisa de verano. Pocas veces ella la contemplaba, siempre estaba demasiado ocupada con sus obligaciones como para hacerlo, hasta que conoció a Apolo, el amor de su vida… Y estaba a punto de perderlo si no llegaban a tiempo para reunirse con los demás Dioses Guardianes y encerrar de nuevo a Hades.

Fue una egoísta por haber realizado un trato con Hades, pero cuando una persona o dios se enamoraba no veía razón alguna. Por eso ella no lo había hecho, ese amor era una debilidad, y Hades lo sabía.

Apolo se detuvo en seco, provocando que Atenea chocara contra su espalda.

—¿Qué ocurre? —preguntó, preocupada.

La sangre en el brazo de su compañero lo dijo todo.

—¿Apolo?

De un momento a otro, Apolo se arrodilló delante de ella, con una de sus manos cerca del pecho.

—El maldito de Hades me hirió —explicó con repugnancia.

Atenea se acuclilló frente a él, con las manos sobre sus hombros. Y lo obligó a levantar la cabeza antes gacha.

—Quédate aquí —propuso—, te esconderás cerca de los arbustos mientras yo voy al Olimpo. Es la única manera de que sobrevivas.

—¿Y tú qué? —cuestionó él—. ¿Piensas morir? Porque si intentas llegar hasta allá en forma humana eso es lo que ocurrirá. Hades te matará, me necesitas para continuar.

Aunque la diosa no quisiera admitirlo, tenía razón. Sus poderes en la tierra eran limitados, al igual que su cuerpo. Una herida que el Olimpo sanaba, ahí era mortal. Estaban atrapados, con Apolo herido y con la magia de Atenea casi al límite, no tendría muchas posibilidades de llegar a salvo al Olimpo para advertir a Zeus sobre la presencia de Hades.

—Levántate —exigió Atenea—, debemos darnos prisa.

Apolo, con la mano sobre la herida, le obedeció mientras trataba de sonreír para ella.

Avanzaron unos metros, pero el estruendo del suelo bajo sus pies los hizo detenerse. La tierra tembló, tanto que ambos cayeron de bruces sobre el césped.

Entonces, la figura de Hades se hizo presente delante de ellos. Sonreía con petulancia, y lucía sin un solo rasguño. Lo que provocó más la ira de Atenea, que ansiaba degollarlo con sus propias manos.

Los dos dioses se levantaron del suelo, listos para atacar a Hades. Sin embargo, el brillo filoso de una espada hizo que ambos se quedaran de piedra.

Atenea se volvió hacia Apolo, descubriendo así que éste era amenazado con una espada en el cuello, cuyo portador reconoció a la perfección.

—Dark —pronunció la diosa con rencor mientras entrecerraba los ojos—, maldito traidor.




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