Kamika: Dioses Guardianes

11. Gusto en conocerte, Artemis

 

El camper era bastante grande, por lo que el movimiento era imperceptible. En ocasiones Astra dejaba el piloto automático, en especial en la noche mientras dormíamos; decía que no había de qué preocuparse, que todo era muy seguro y confiable.

Como solo había dos habitaciones, una era de las chicas y otra era de los chicos; los dos cuartos tenían camas camarote y estaban perfectamente amuebladas con armarios y tocadores.

A decir verdad, el viaje era realmente cómodo. Durante todo el trayecto solo paramos un par de veces para conseguir comida, y respirar aire fresco.

Llevábamos tres días de viaje, y faltaba muy poco para llegar a Ohio. Si hubiéramos tomado un transporte ordinario, nos habría tomado muchos más días llegar a otro estado, pero al tratarse de un camper creado con magia del cetro de Zeus todo era más fácil, así que llegaríamos muy rápido a casa de Andrew.

Tres días. Fue hacía tres días que vi a mi familia por última vez, y desde entonces no me había comunicado con ellos. No era que no quisiera hablarles, era solo que no sabía qué decirles.

El viaje era lujoso, así que era difícil aburrirse en un camper tan bien equipado.

Por más que intentaba imaginarme a la hermana de Andrew, no podía. No lograba armar un prototipo de su personalidad o de su apariencia, y es que las bases que tenía no me decían mucho.

¿Cómo sería la hermana de una persona tan fría, distante y burlona como él? Tenía dos acciones: o era un sol, o era como el hermano.

—¿Qué tanto me miras? —replicó Andrew, molesto, volviendo la vista hacia mí. Se encontraba sentado en el sofá junto a Evan, jugando un partido de cartas o algo así. Los juegos de cartas no los entendía.

—¿Cómo es tu hermana? —pregunté sin rodeos, sacando a relucir mi impetuosa curiosidad.

—No te importa —declaró, y volvió su concentración hacia las cartas.

Fruncí el ceño ante su falta de información. Solo quería hacerme una idea sobre la chica, no tenía que ser tan grosero.

—Llevan tres días viviendo bajo el mismo techo, y aún no se llevan bien. Ya es hora de que las cosas cambien, ¿no lo creen? —sugirió Sara saliendo de la habitación.

Evan rió.

—Es muy simpática, Ailyn, seguro se llevarán bien —respondió Evan a la pregunta que el idiota de Andrew no le dio la gana de responder.

Sara le lanzó una mirada asesina al pobre de Evan, quien ante su mirada se hundió en el sofá.

—Sara, ¿la conoces? —inquirí.

—Sí, y no es el tipo de persona que me conviene tener cerca. Es lo contrario a simpática, y es tan terca que nunca razona. No te le acerques demasiado, o te morderá.

—Sara… —llamó Evan, con advertencia. Ella estaba insultando a la hermana de Andrew, y él ni se inmutaba. ¿En realidad era tan mala?—. No hables así de ella, sabes que eso no es cierto.

Sara bufó.

—La conoces desde siempre y todavía no has visto su lado psicópata. Hasta Andrew lo sabe, y no se esfuerza en negarlo.

—Andrew —Evan buscó apoyo en el chico de las cartas, o mejor dicho mafioso de las cartas—. Ella tiene razón, no defiendes a tu hermana.

—No necesita que lo haga —respondió Andrew sin apartar la vista de su partida, y con total tranquilidad y despreocupación—. Nunca se han llevado bien, no veo porqué ahora sería distinto.

—Porque ahora son parte de un equipo —argumentó Evan, con calma, a lo que Sara volvió a bufar. Y entonces Evan suspiró, y posó su mirada en mí—. Cuando la conozcas, Ailyn, tú misma la juzgarás. No te dejes lleva por viejos rencores.

¿Viejos rencores? Pero si Sara era la persona más amada por todos, y ella no se metía con nadie que no se metiera conmigo. Así que no veía por qué le disgustaba tanto la hermana de Andrew.

No la conocía, claro, y Sara siempre se enfrentaba por causas justas, pero no podía juzgar a alguien a quien ni siquiera había visto. Por lo menos tenía el beneficio de la duda.

—Chicos, me complace anunciarles que ya hemos llegado a Columbus, Ohio —anunció Astra desde la cabina del conductor.

Los chicos, que estaban sentados en el sofá, se levantaron y nos alcanzaron en la ventana.

Prado, eso era lo único que veía. Y a lo lejos, luego de pasar por un letrero que decía «Bienvenidos a Columbus», alcancé a ver un pequeño suburbio.




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