Kamika: Dioses Guardianes

24. Luna Dorada de la Unidad

 

Cada vez que escuchaba algún ruido fuerte, mi cabeza se estremecía. Me sentía sugestionable con tan solo oír el sonido de las olas, con tan solo escuchar hablar a alguien, con tan solo quedarme de pie por más de media hora.

Era frustrante no poder hacer algo para ayudar, aunque en realidad no había nada que hacer, solo quedaba esperar a llegar a Santa Elena. Pero aun así era incomodo solo permanecer tumbada en la cama porque mi resfriado había llegado al punto de que si me movía demasiado rápido, terminaba en el suelo, y la fiebre había aumentado significativamente en doce horas, tanto que las toallas húmedas no ayudaban en nada.

Pasaron doce horas desde que Evan reconfiguró el rumbo del yate; desde hacía ese tiempo no había vuelto a ver a los chicos, tal vez estaban ocupados en quien sabe qué, y Cailye se quedó dormida mientras «me cuidaba» en la silla roja del cuarto. Se veía tierna ahí dormida, con la cabeza hacia un lado e incluso babeando.

Me revolví en la cama arrastrando las sabanas. Me dolía tanto la cabeza y sentía tanto escalofrío que me era imposible quedarme quieta a esperar que el malestar acabara con mi vida; y además, la quietud en esa cama me asfixiaba.

No lo soporté más, tenía que salir de esa cama al menos para intentar que mi atención se desviara del resfriado mágico que no me interesé en tratar. Me levanté de la cama, y al hacerlo casi me devolví por el intenso mareo, pero conseguí visualizar lo suficiente para caminar hasta la puerta y salir de la habitación.

Me quedé unos minutos parada en el pasillo, recobrando fuerzas, para luego avanzar hasta las escaleras. Cuando pasé por la sala, la cocina, el salón de juegos, y el mini-bar, me di cuenta de que todos estaban durmiendo, o en sus habitaciones, ya que el lugar estaba desierto. Así que decidí subir hasta la azotea, o al menos lo que quedaba de ella.

El viento con olor a sal golpeó mi rostro, algo que encontré refrescante, y me senté en una de las sillas para mirar hacia el horizonte. Era agradable el sentimiento de tranquilidad que generaba el océano, por supuesto cuando no había tormenta, pero al mismo tiempo aterrador pensar en lo brutal que podía llegar a ser algo tan hermoso.

La claridad de la noche me permitía disfrutar tanto de las estrellas como de aquella grande luna llena que marcaba el fin del océano y el inicio del cielo, además de que su reflejo le otorgaba un efecto cristalino y transparente al agua.

Sin embargo, la brisa pronto se convirtió en una ventisca. El frio penetró mi piel, generándome más frio del que seguro había y un intenso escalofrío; en ese momento deseé con todo mi corazón tener un cobertor o un abrigo que me protegiera del frio.

Y como si fuera magia, una manta verde cubrió mis hombros con delicadeza; era de lana y se sentía cálida. Me di la vuelta esperando encontrarme a Cailye, a Andrew o a Evan, pero en lugar de eso, solo estaba Astra, parada a un par de pasos de mí. Su blanco y violeta cabello se movía como bandera por el viento, tenía puesta su capa y parecía un personaje de ficción con ella, sus ojos violetas reflejaban la luna; pero su expresión era inescrutablemente seria, tirando a sombría.

—¿Qué haces aquí? —Soné a la defensiva, pero cómo no estarlo después de lo que intentó hacer.

Ella me miró, de forma inexpresiva.

—Lo mismo que tú, recibiendo aire fresco.

—Pues ve a recibirlo a otra parte, llegué primero así que tú debes marcharte.

—¿Llegué primero? Hablas como una niña pequeña. No veo por qué no podamos compartirlo, después de todo el yate no es que sea muy grande.

Fruncí el ceño, y me hundí en la manta sobre mis hombros mientras miraba hacia el horizonte del océano, justo donde el cielo iniciaba. El yate era enorme, así que no entendía su percepción del espacio.

—Haz lo que quieras. Después de todo eso es lo que haces siempre.

Su mirada se endureció, obviamente se molestó.

—Las cosas no son como tú crees…

—No trates de convencerme de que eres la persona más correcta del mundo, que sabes lo que haces y toda esa cháchara que siempre dices —la interrumpí—. Sé muy bien lo que escuché, no soy tonta, así que no intentes redimirte.

—No trato de redimirme, no ante ti —corrigió—, solo quiero que no hayan malos entendidos. No eres la única que se lo estaba pasando mal cuando Sara y Daymon desaparecieron, yo también me deprimí, me culpé, al igual que los demás. Es por eso que sugerí cesar las búsquedas.




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