Kamika: Dioses Guardianes

29. El Secreto Mejor Guardado

 

Me revolví en la cama hasta que la incomodidad me ganó y me levanté de ella luego de tirar lejos las mantas que me cubrían. La tenue luz que entraba por la gran ventana me dio a entender que aún estaba de noche, lo que comprobé al observar la hora en el reloj digital de la pared frente a mí: 5:00 am.

Todo se veía tan tranquilo, tan apacible, que era como si nada fuera a pasar, como si solo se tratara de un día más. Cuando en realidad las ansias y el miedo por lo que nos deparara el futuro me consumían por dentro.

Era perturbador, por lo que prefería no pensar en eso.

Miré más allá de mi cama, donde se encontraban durmiendo plácidamente las demás, excepto Astra por supuesto. Me levanté con cuidado para que no me descubrieran, y me dirigí a la puerta de la habitación. Necesitaba aire fresco, quizá así calmaría un poco el torbellino de sensaciones que sentía.

«—¿A dónde crees que vas a esta hora?»

Me volví hacia la nueva voz y contemplé a At sobre el espaldar del sofá. La había visto antes de acostarme; al parecer a ella le gustaba dormir en sitios así, con la cabeza entre las alas como digna ave normal.

Me miraba de forma acusadora, casi con desconfianza, como si me considerara algún tipo de enemigo o amenaza. Estaba bien que no creyera en mí y todo eso, pero tampoco tenía que pensar en mí como una delincuente.

Le hice una señal de silencio con la mano, procurando que su notable voz no despertara a mis dos amigas. Tarde fui consciente de que yo era la única que podía escucharla, lo que me hizo sentir tonta.

—Necesito aire fresco —susurré—, no puedo dormir.

Ella levantó sus alas otoñales, y con uno que otro delicado movimiento se posó sobre mi hombro, desbordando pereza que dio a entender que para ella era tedioso permanecer a mi sombra.

«—Te acompañaré —declaró—, de todas formas ya me despertaste.»

Suspiré, no tenía caso discutir con la reina de la terquedad, por lo que aceptarla era mi única opción.

Salí de la habitación cerrando cautelosamente la puerta a mi paso. Luego caminé por los desiertos pasillos del hotel; de seguro todos estaban durmiendo o en alguna área común de recreación. Lo único que lograba escuchar eran mis propios pasos haciendo eco en todo el lugar, y por supuesto mis pensamientos.

Si seguía caminando así me perdería en la inmensidad desconocida que era aquel hotel; desde que llegué no había tenido ánimo para explorar el edificio, por lo que las partes que recordaba eran pocas.

Di varias vueltas, subidas, bajadas, y abrí muchas puertas hasta que llegué a una pequeña azotea con un yacusi incluido. Era un lugar sencillo a comparación con la extravagancia del hotel, y con la brisa perfecta para relajarse.

At salió volando de mi hombro para posarse en el barandal que rodeaba el lugar, y estiró sus alas en señal de cansancio. Y eso que solo llevaba menos de un día como lechuza.

La luz de la luna se reflejaba en el agua del yacusi, iluminando el lugar mediante hermosos destellos azules que adornaban las paredes y el suelo del mismo. La atmosfera era la ideal, la perfecta para dejar de pensar y solo admirar el paisaje francés.

Me acerqué al barandal, al lado de At, dándole la espalda al yacusi. Habían unas cuantas sillas de playa, y sombrillas cerradas a nuestro alrededor, aunque no muchas ya que el espacio no daba para más.

«—¿Estas bien? —preguntó At sin alejar la vista de la ciudad.»

—Lo estoy, solo no tengo sueño.

«—No deberías estar a esta hora aquí afuera, nunca se sabe qué clase de personas andan por ahí.»

—Oye —le dije con tranquilidad—, siendo una diosa, ¿qué ha de pasar? Además, estás conmigo: mi fiel escudo y compañera.

«—Estoy contigo, pero eso no significa que pueda hacer mucho para ayudarte si estás en problemas. ¿Acaso no has visto mi aspecto? No puedo ayudar a nadie. Considérame solo tu voz de la razón.»

Me entraron deseos de acariciarla, de sentir su emplumado y pequeño cuerpo bajo mis manos. Como una mascota de verdad. Pero ella era At: los recuerdos de Atenea. No podía acariciarla de esa forma; me sacaría los ojos y me los haría tragar si me atrevía a tratarla como lo que se veía. Así que me contuve.

De repente me invadió esa familiar sensación de escalofrío. Sentí un cosquilleo recorrer mi cuerpo entero, y un fuerte impulso de esconderme bajo una silla o simplemente de salir corriendo. Ese sentimiento era confuso, casi hipnótico, quería huir lejos de él pero al mismo tiempo me atraía el efecto de la adrenalina.




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