Kamika: Dioses Guardianes

34. Salir a Flote

 

—¡Detente, Krono! —grité con todas mis fuerzas, esperado que el dios del tiempo me escuchara.

No supe cómo, pero una pequeña parte de mí, la única consciente al parecer, tuvo la fuerza suficiente para pronunciar las palabras que confiaba que impidieran el conjuro de Krono. Mi subconsciente me lo susurraba como una tierna canción de cuna, repitiendo lo mismo: «debes despertar, tienes que reaccionar».

Mi corazón saltó de alivio al confirmar que en efecto mi suplica había sido escuchada, y Krono no finalizó el hechizo.

La luz que me rodeaba se detuvo, y aterricé en el suelo con la agilidad de un felino. Mi mano derecha amortiguó mi peso, y con mis rodillas flexionadas me permití pararme con rapidez. El olor a azufre seguía presente, tanto como la pesadez del ambiente, justo como estaba antes de mi visión. El tiempo no pasó en el presente, pero para mí fue como vivir meses enteros en otro lugar.

Levanté la cabeza, y observé la expresión expectante de At cuyos ojos seguían fijos en mis movimientos, junto con la sonrisa entretenida del dios del tiempo de porte serio.

—¿Hay algún problema, Lady Atenea? —inquirió Krono.

At enarcó una ceja, esperando que mi respuesta la complaciera, pero no dijo nada ni tampoco se movió.

Esos pocos segundos, o minutos en otra realidad, fueron suficientes para entender lo que debía hacer. Esa visión, que pareció una vida entera viviendo la vida de otra persona totalmente ajena a mí, fue de las peores experiencias que tuve desde que todo empezó. Ahora sabía que lo que tenía era lo que necesitaba, y que intentar cambiarlo no era una opción.

Toqué fondo, intenté huir, abandonar a mis compañeros y mi deber con el mundo; ahora era hora de salir a flote, como At lo dijo. Debía apoyarme en lo que vi para querer salir del abismo, y sujetarme de las manos de mis amigos para lograr alcanzar el borde de nuevo. Solo necesitaba saber lo que sería de mi vida sin magia para aprender a apreciar mi presente; solo tenía que perder lo que me importaba para valorarlo.

—Ya no requiero de tus servicios —Al decirlo, noté cómo los ojos de At se abrieron de par en par, contrariada—. Lamento invocarte y hacer que perdieras tu tiempo. Pero ya no es necesario que regreses el tiempo, no lo necesito.

Él hizo una pequeña reverencia con expresión neutra, así que no sabía decir si se sentía enfadado o satisfecho. La esfera de luz en sus manos se redujo hasta que se esfumó, y una muy pequeña sonrisa apareció en su rostro justo antes que todo su cuerpo se iluminara de un tenue brillo plateado.

—Le deseo suerte, lady Atenea —dijo—, y no olvide que todo puede cambiar, nada es definitivo.

Sin darme tiempo para preguntarle a lo que se refería, desapareció frente a mí justo como lo hizo cuando llegó: de la nada y de un momento a otro, dejando atrás no más que pequeñas partículas de brillo.

«—Ailyn —At llamó mi atención, pero cuando posé mis ojos en ella me di cuenta de que no me observaba a mí sino a lo lejos, donde el humo y las explosiones eran evidentes. Sus ojos permanecían inexpresivos, pero había algo minúsculo en ellos, un débil brillo, que se me hizo extraño—, ¿qué te hizo cambiar de opinión?»

Apreté mis manos en puños, y escuché atentamente los gritos de las personas a mi alrededor, los alaridos de los miles de criaturas sobrenaturales acabando con mi mundo, el destructor sonido de las armas de los soldados y policías. Era la música del desastre; la risa de la muerte.

—Mi deseo hecho realidad me mostró el horror de una vida diferente —respondí, con la vista fija en el sendero que At observaba—. Lo siento, At, tenías razón desde el comienzo, debí escucharte en lugar de culparte por algo que estuvo y está fuera de tu control. De ahora en adelante tendré más en cuanta tu opinión, y tu experiencia.

La lechuza me observó con una ceja levantada, y examinó mi rostro, todo mi cuerpo, como si buscara algo en específico, luego volvió su mirada al caos de unas cuadras más allá.

«—Eso lo veremos —contestó en voz baja, casi para ella misma.»

Elevó vuelo, a la altura de mi cabeza, y con un ademán me indicó que nos diéramos prisa. No sabía cuánto tiempo había perdido, pero sí estaba segura de que durante todo ese rato mis amigos estaban luchando, y probablemente buscándome, preocupados por mí; por lo que debía empezar a caminar para encontrarlos y terminar ese asunto de una vez.

Tomé del suelo el libro de hechizos de Astra, y lo encogí a su modo portátil; ahora me pertenecía. Después guardé su daga entre mi ropa, puesto que quizá en algún momento me sería de utilidad.




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