Poco a poco abrí los ojos. La cabeza me daba vueltas, y me dolía tenuemente. Al comienzo no distinguí en dónde me encontraba, hasta que mis ojos captaron una pared, y mi cuerpo sintió el roce de una sábana. Mi vista se aclaró entonces, permitiéndome notar que me hallaba en una cama pequeña, en una habitación reducida con una de sus paredes hecha de barrotes…
Ahogué una exclamación, y me incorporé en la cama tan pronto caí en cuenta de que aquella no era una habitación normal, se trataba de una celda. Una celda de barrotes dorados, y paredes beige, con una cómoda cama del tamaño de mi cuerpo. Pero, en cuanto me senté, me percaté de que además de hallarme en una celda, mis manos se encontraban encadenadas por un par de esposas, que me retenían gracias a que una cadena iba desde mis muñecas a la pared cercana, atándome.
Por instinto me moví, queriendo desatarme a pesar de que era consciente de que se trataban de esposas, metal, zafarme era imposible. Halé las cadenas, agité mi cuerpo con fuerza, y entonces noté el dolor recorrer mi cuerpo entero, desde la punta de los dedos de mis pies hasta mi cabello, y un insoportable dolor de cabeza apareció.
Hice una mueca de dolor, y me recogí ahí sentada, intentando menguar el dolor que se apoderó de mi cuerpo. Gemí, justo cuando al doblarme sentí la presión en mi abdomen, como si tuviera todos los órganos revueltos.
Traté de concentrarme, de analizar la situación y saber qué era lo que ocurría, y así supe que ya no iba vestida con mi cubierto traje negro de invierno, en su lugar tenía puesta una túnica blanca con un logo en una de sus tiras, tan delgada que dejaba ver a la perfección las marcas de mis venas.
Mis brazos, mis piernas, mi cuello, mi pecho. Todo. Las ramificaciones violetas que ahora eran mis vasos sanguíneos se podían ver perfectamente a través de la suave tela de lino. Además noté las vendas doradas que rodeaban mi abdomen y algunas partes de mis extremidades; también en mi cuello, y un cuadrado en mi mejilla. Algo que me aterró.
Entonces, como golpe, recordé lo que ocurrió.
Los gritos, las personas corriendo, la voz de Cailye, los golpes de la manticora, los ojos de Daymon y su sangre en cuanto la bestia lo hirió… y la forma en la que me desconecté de la realidad en cuanto sentí todos esos sentimientos de miedo dentro de mí…
Salté de la cama de un golpe, golpeando las cadenas con la cama en el proceso, y consiguiendo un muy intenso dolor de cabeza. Mi respiración se conectó con los ahora desbocados latidos de mi corazón, y comencé a hiperventilar.
Di varios pasos, caminando en círculo por el poco espacio en el que me encontraba. La cabeza me dolió con más intensidad, dándole la bienvenida a todos los recuerdos de aquella noche. Tan nítidos, tan claros, tan frescos que todavía escuchaba los gritos, todavía sentía el frio de la noche, todavía veía el rostro moribundo de Daymon en mis brazos.
Dejé de oír mi respiración en cuanto mi corazón ocupó todos mis sentidos. Veía destellos, fragmentos de esa noche, y sentía cómo el miedo, no, el pánico afloraba en mi pecho. No recordaba nada después de desconectarme, por mucho que lo intentara no lo conseguía. Mi vista comenzó a nublarse, y todo dio vueltas y vueltas, como en un laberinto.
¿En dónde me encontraba? ¿Qué ocurrió esa noche después de perder el control? ¿Y Daymon? ¿Él dónde estaba? ¿Se encontraba bien? ¿Y también Cailye? ¿Por qué no podía recordar?
Sacudí la cabeza varias veces, desesperada por desechar los recuerdos previos a mi ataque, pero no podía encontrar serenidad y razón en medio de todo el caos mental que dominaba mi cabeza. Cerré los ojos con fuerza, moví mi cabeza, y los volví a abrir; una y otra vez, en busca de lo que fuera que necesitaba.
Estaba desesperada; necesitaba respuestas. Necesitaba saber qué ocurría, en dónde me encontraba y dónde estaban los demás. Necesitaba saber si todo se fue a la mierda. Necesitaba… salir de ahí.
Me sentía perdida, confundida, desorientada, pero tenía claro que lo primero que debía hacer era buscar una forma de salir de ahí.
Busqué en mi cuello el collar-arma, pero no había más que piel expuesta en mi pecho. La túnica no tenía bolsillos, y no tenía zapatos donde pudiera haberla guardado. Revisé la estancia, el poco espacio que había, pero no había rastro de mi espada por ninguna parte.
Mis ojos dieron vueltas, hasta que logré enfocarme en las esposas que inmovilizaban mis muñecas. Las observé con fijeza, y mentalicé un conjuro para deshacerme de ellas. Lo intenté, pero no conseguí hacerle nada a las cadenas.
Fruncí el ceño, y busqué en mi mente otro hechizo, pero ni siquiera conseguía invocar unas cuantas chispas de magia. Era como… como si ya no tuviera poderes.
—No te molestes, la magia no funciona aquí abajo, los barrotes de la celda la inhabilitan.
Durante un segundo no estaba segura de haber escuchado una voz, pero al recapacitar y comprender que no había llegado a ese grado de locura, para imaginarme voces, supe que aquello había sido real.
Giré mi cuello con rudeza, lastimándolo en el acto, hacia la pared de barrotes dorados. Reconocería aquella voz gélida en cualquier parte.
Lo vi a la sombra del pasillo, al otro lado de la celda, saliendo de la oscuridad con las manos al lado de su cuerpo, vistiendo una capa azul turquí con el emblema en bronce de los Dioses Guardianes a un lado del cuello, con actitud seria y ojos observándome con una intensa mirada verde que me generó un escalofrío. Se veía serio, tan pero tan inescrutable que no sabía cómo sentirme.