Kamika: Dioses Oscuros

33. Proyección de esperanza

El domo de Daymon que protegía toda la plaza se rompió. Los helicópteros se cayeron. La gente corrió hacia todas las direcciones atropellándose entre sí por huir.

Miré hacia el cielo, topándome de frente con una serpiente gigantesca justo en el momento en que anuló la magia de Ares. Enorme, comparable con el tamaño de Caribdis, semejantes a las serpientes de las Gorgonas.

El viento sopló con violencia, el sonido del rugido de lo que fuera a lo que esa serpiente le pertenecía inundó por completo la instancia, como un retumbar previo al apocalipsis.

Evan fue el primero en moverse, los demás estábamos paralizados por el miedo. ¿Sentían lo mismo que yo? Ese terror inimaginable calaba profundo en mi alma, como si viniera impreso en mí igual a un código genético. No podía huir de ese miedo, no podía hacerlo a un lado; mi cuerpo reconoció de inmediato la presencia imperturbable de ese monstruo.

La luz mágica de Evan cuando invocó su tridente y voló hacia el cielo me segó por un momento. Oí otro rugido colosal. La niebla natural de ese pueblo se despejó por la ola de poder que tiró a casi todo el mundo al suelo, permitiéndome por un breve momento contemplar el causante de todo ese caos.

Solo conseguí ver un pie gigante, del tamaño de todo el pueblo y más. Intenté ver más hacia arriba, descifrar de quién se trataba, pero el cuerpo de ese ser se perdía en la inmensidad del espacio. Tan grande que podría verse desde el espacio exterior sin necesidad de telescopio. Si llegaba a dar otro paso nos mataría todos.

Su cuerpo, o lo poco que me dejaba ver su inmensidad, estaba cubierto por serpientes. Una de ellas fue la responsable de la ruptura del domo. Tan solo una de cientos que alcanzaba a ver. La criatura tenía alas, tan grandes que cubrían el cielo, eclipsando el sol.

El hombre frente a mí se desmayó, al igual que muchos de los presentes, o les dio un infarto, no lo supe. La gente comenzó a correr sin control, gritando como loca que ese era el castigo de los dioses.

No. No teníamos nada que ver.

Solo cuando vi que el niño de antes se lanzó sobre quien supuse era su padre, ahora en el suelo, abandonado por la magia de Sara, y lloró sobre él con todas sus fuerzas, regresé en mí.

Me giré, tan asustada que el movimiento casi me tiró al suelo. Mis amigos estaban inmóviles de la misma forma que yo, observando al gigante con una mezcla de terror impropia de ellos.

—Las personas… —Solo salió un hilo de mi voz—. Las personas están… en peligro…

El piso tembló, un terremoto de tan altas proporciones que el suelo se agrietó. Mucha gente que corría cayó por las grietas, otras tantas se tropezaron con quienes estaban tendidos en el suelo, otras fueron arrastradas por la estampida y murieron por los golpes masivos.

Una grieta se abrió muy cerca de nosotros, el suelo se estremeció de tal manera que un intenso ruido de destrucción nos avisó la caída de los edificios cercanos. Las piedras y los escombros cayeron y el polvo se levantó como una capa de niebla, el ambiente adquirió un fuerte olor a hierro tan mezclado con el del concreto que tosí varias veces para huir del intenso olor.

Me moví. Había personas a las que debía proteger, todas ellas… Tamara y su culto también deberían estar cerca, mi papá…

No esperé nada, no llamé a mis amigos, solo me moví.

Levanté mi mano tanto como pude, una luz rosa vibrante se hizo presente a mi alrededor. Intenté controlar al menos el movimiento terrestre, pero en cuanto hice el esfuerzo la magia me rechazó. Se sintió como si la tierra me gritara que no podía controlarla, que mi poder era tan solo una caricia para quien ya tenía control sobre los elementos.

No pude hacer nada con el terremoto, pero mi magia despabiló a mis amigos.

Ninguno esperó que dijera nada, todos ellos corrieron, volaron a ayudar a las personas que aun podíamos salvar. Los guerreros de Troya que quedaban hicieron lo mismo. Distinguí el brillo de sus poderes, sus colores resplandeciendo a través del polvo.

Me encargué del hombre a mis pies y de su hijo. El niño me miró suplicante, como si me pidiera que ayudara a su padre, pero seguía sin hablar. Para estar así supuse su condición médica.

Invoqué mi Arma Divina sin retraso, y lo primero que hice con mi espada fue usar un conjuro que los sacara de ahí. Los ojos del niño no se despegaron de mí mientras se desvanecía en medio del brillo rosa y destellante.

Comencé a correr hacia el escenario hecho pedazos. Mientras lo hacía noté que mis amigos tele transportaban a toda la gente que podían, y aun así muchos caían por las grietas provocadas por el terremoto o corrían tan lejos que les perdíamos la vista.

Me deslicé entre los escombros del escenario y los bastidores, desesperada y con el corazón en la boca. Removí materiales y cortinas, tierra, hasta que me encontré con dos Guerreros de Troya abrazados, protegiendo a un humano.

Aspiré, mis manos me temblaban de terror. Era papá. Estaba inconsciente, lleno de mugre y algunas heridas superficiales, de no haber sido por ambos Guerreros de Troya él estaría muerto.

Moví mis dedos para comprobar que estaba bien. El alma me regresó a los pulmones cuando percibí su respiración, apreté los ojos para no llorar del alivio. Qué susto tan horrible.




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