Kamika: Dioses Oscuros

Epilogo

Meses déspues de la Tragedia de Míchigan

 

Antes todo era más fácil. El orden era dictado por dioses y aquel humano que se atreviera a rebatir un hecho tan innegable era castigado con cosas peores que la muerte.

Él era considerado uno de los dioses más importantes, más respetados. Su voz era ley. No estaba debajo de Zeus, se ubicaba a su lado. La distorsión de la historia cambió mucho ese hecho, dejando a Zeus como único dios supremo. Lo cierto era que él se ocupaba de todo cuando Zeus estaba ocupado concibiendo más semidioses y mantenía el orden cuando Hera explotaba a causa de las infidelidades de su esposo.

Adoraba su trabajo. Formar ríos y crear océanos era su pasión, adoraba llevar la lluvia cuando recibía oraciones de los humanos, le tranquilizaba saber que era más que útil, era indispensable. Le enorgullecía el hecho de que no pudieran vivir sin él.

Pero ahora todo era diferente.

Las cosas cambiaron tanto en pocos siglos que su memoria estaba rota. Conservaba la mayoría de sus recuerdos, al igual que gran cantidad de su poder original, pero con el paso de innumerables vidas olvidó muchas cosas. Olvidó lo que se sentía ser adorado, olvidó lo que sentía tener el poder de crear.

Cientos de vidas, demasiadas muertes, millones de recuerdos. Cada cosa que vivió en todos esos siglos se acumularon en su cabeza de tal forma que las pesadillas eran más intensas por periodos. Odiaba eso, los vestigios de su primera vida, aunque hermosos, solo le ocasionaban problemas.

En momentos como ese, mientras Evan caminaba por el pasillo principal en completa soledad y silencio, no podía alejar algunos recuerdos de su cabeza. Porque no podía olvidar lo hermoso de su primera vida, pero los horrores cometidos en ella lo perseguían como fantasmas.

A veces aparecían de una forma tan espontanea que le era muy difícil mantener bajo control el clima, eso solo lo hacía sentir más culpable.

Otras ocasiones ni siquiera sabía quién era.

Su memoria era como una larga película sin fin, con tantos archivos almacenados que sentía que explotaría en cualquier segundo. Pero a pesar de conservar la memoria de cada una de sus vidas, se aferraba a la última identidad que recibió por parte de las personas que le dieron su familia actual.

Recordaba a cada hermano, a cada hijo, a cada padre y a cada madre, también a cada esposa. Recordaba todos los nombres por los que fue llamado en cada vida. A veces lo agradecía, era un regalo conservar a tantos buenos humanos en el corazón. Pero otras solo eran un peso más sobre sus hombros.

Eso lo hacía sentir muy cansado. Al punto donde ni siquiera dormir era suficiente.

Miró los pergaminos que llevaba en los brazos. Trabajar le daba un respiro. No tenía que pensar en la cola que arrastraba, con concentrarse en el presente era suficiente. Por eso amaba su puesto en el Olimpo, porque a pesar de lo cercano que estaba de su primera vida, estaba muy lejos de las demás.

Evan estaba tan elevado en sus pensamientos que olvidó hacia donde iba y se pasó de la sala. Tuvo que retroceder hasta la sala de los Dioses Guardianes, su destino. Pero no entró, se detuvo en la puerta y escuchó. Oía dos voces familiares, era una conversación que no quería interrumpir.

Se asomó por un hilo que le daba buena vista del interior de la sala. Andrew estaba ahí, recostado a la mesa y mirando fijamente la proyección mágica que se iluminaba sobre ésta. Le causó ternura ver su ceño fruncido, esa cara de póker que le causó gracia cuando lo conoció.

Había conocido a varios Apolos a lo largo de sus vidas, hubo uno tan temerario que murió practicando paracaidismo en los Alpes. Otro era un poeta callejero, vivió toda su vida en la pobreza pero rodeado de sus letras.

Uno en particular lo marcó mucho; se trataba de un médico, lo conoció en sus primeras reencarnaciones, cuando la medicina era considerada brujería y sus practicantes eran herejes. Despertó parte de su poder y lo usaba para ayudar a los humanos, fue masacrado por esa razón. Pero fue él quien le enseñó a ver a los humanos como más que ovejas parte de su rebaño. Fue ese Apolo el que le mostró la belleza de la humanidad. Desde entonces Evan se enamoró de los humanos, y hasta su vida actual aún conserva el sentimiento que aquella reencarnación le dejó.

Pero este Apolo, Andrew, su amigo de toda la vida, era sin duda la reencarnación más alejada a Apolo que había conocido. Ni siquiera lo reconoció la primera vez que lo vio; por mucho tiempo se cuestionó su autenticidad. Andrew no parecía el dios del sol, su esencia en sí era muy fría, su luz en lugar brindar calor parecía una fría sombra, y toda su vida había sido así.

Esa era la razón por la que aun después de tantos años no podía conectar del todo con la magia del sol. Era una fortaleza tan hermética que ni siquiera los rayos de sol podían alcanzar su interior.

O eso pensó hasta que ese Apolo se reencontró con Atenea. El único rayo de luz que lograba traspasar sus paredes sin debilitarse y dejar de brillar.

Evan estaba firmemente convencido de que si sus personalidades fueran diferentes, si fueran otro tipo de personas, Atenea y Apolo jamás habrían podido estar juntos. No se debía a sus vidas pasadas, eran ellos solo ellos. Y verlos conversar y sonreír se lo confirmaba. No fueron almas hechas para estar juntas, esos dos humanos nacieron para conocerse, lo que ocurriera después estaba solo en sus manos.




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