Kamika: Dioses Supremos

2. Un hogar frio

La fuente estalló en mil pedazos. Un fuerte sonido de ruptura, tan pronunciado que no supe si así sonó la fuente al romperse o se trataba de mi corazón.

Las piezas salieron disparadas hacia todas partes, pero me importó una mierda si lastimaron a alguna deidad. En ese momento solo tenía ojos para los dos individuos frente a mí.

La chica se escudó detrás de Andrew cuando la fuente se hizo pedazos, pero él solo tenía ojos para mirarme. Me sostuvo la mirada, ojos tristes, dolidos, apenas reparando en que se estaba empapando.

Vi a las deidades alejarse de la fuente, dirigirse a los pasillos, huyendo del agua sin control que salía disparada de la base de la fuente, o de lo que quedaba. Llovía sobre nuestras cabezas, el sol se había ocultado.

Mi mundo se redujo, ni siquiera fui capaz de escuchar los latidos de mi corazón. ¿Cuál? Ahora estaba roto, igual que esa fuente. No estaba segura si estaba llorando, estaba demasiado mojada para notar la diferencia. El fuego se apoderó de mi pecho, quemándome. Estaba tan furiosa, me sentía tan traicionada, que ni siquiera fui capaz de hablar.

Las gotas de agua se le deslizaban por la frente a Andrew, goteando de la punta de su cabello. Ojos oscuros, una mirada sin brillo, eso fue lo que vi mientras nos mirábamos fijamente, sin hablar, sin movernos.

«Imposible»

—Wow, qué dorado tan hermoso —dijo la chica que se escudaba tras Andrew. Estaba empapada igual que nosotros, pero a pesar de eso observaba mis ojos como si fueran algo precioso.

Kirok silbó a mi espalda, uno de esos silbidos largos y enfáticos. Lo odié por eso.

Parpadeé varias veces, traté de regularme, pero cuanto más lo pensaba más me enfurecía, más me dolía.

Ailyn… —se atrevió a decir Andrew entonces.

No pude hacer que mis ojos dejaran de brillar, sentía que si seguía ahí iba a colapsar, a romperme igual que la fuente. Gritar, quería gritar y golpearlo, llorar con toda la fuerza de mis pulmones.

Me di la vuelta, apretando las manos en puños y con el cuerpo tenso, cuando me di cuenta de que sería imposible que el color dorado se apagara. Y no caminé, arranqué a correr.

—¡Ailyn! —Oí gritar a Andrew. Corrí más rápido.

Pasé por el lado de Kirok, él tan solo me miró y luego a Andrew y a la chica. No dijo nada, ni siquiera se movió para seguirme. También pasé por el lado de Sara, ella no intentó detenerme, ni siquiera fue capaz de mirarme a los ojos.

Corrí. La única persona que me siguió fue Andrew. Lo oía llamarme, pedirme que me detuviera, pero a cada petición yo solo avanzaba con más rapidez. Con fuerza, a cada paso. El mundo se caía a mi alrededor, los muros parecían venirse encima de mí. El camino no era firme, en cualquier momento podría caerme.

Me dolía el pecho, el corazón me golpeaba con rabia, con impotencia. Mi garganta era un nudo de tristezas. Desaparecer, lejos muy lejos.

Mi resistencia, mi imagen, esa que llevaba trabajando durante meses eternos, durante esos dos años, se sintió intangible, inexistente. Era yo, tan frágil como siempre fui, tan estúpida y tan ingenia.

Ardía, mi pecho quemaba con una intensidad abrazadora. No había suficiente espacio en el pasillo para que yo pudiera correr, que pudiera contenerme. Algo caería, algo se haría añicos si me llegaba a detener, a pensar, a recordar.

Las lágrimas me quemaban el rostro sobre la humedad, una ira y una tristeza tan grandes que tenía que apuntar a alguna parte para evitar que explotara dentro de mí.

Fue entonces cuando me detuve, cuando alguien me agarró tan fuerte del brazo que sentí un vacío en el estómago. El mundo me dio vueltas.

Andrew.

—Por favor, tan solo escucha…

Algo explotó. Los cuadros en las paredes del pasillo, las macetas con grandes palmas y flores gigantes se hicieron pedazos, también las arañas en las habitaciones cercanas. Un solo sonido destructivo, al mismo tiempo.

Y aun con todo lo que se dañó, con cada sonido de ruptura imitando mis gritos y mi enfado, Andrew no me soltó. Era más fuerte, me sostenía para que no siguiera corriendo. Y ardía, dolía su agarre, pero no por la fuerza, sino por la traición, por la decepción, por la rabia. Por la tristeza. Por el amor.

—Suéltame. —Mi voz… no la reconocía. Estaba rota, llena de resentimiento, de amargura.

Dolía. Quería que parara, que se detuviera.

Andrew. Sus ojos oscuros, ese brillo filoso en ellos tan habitual, me miraron. Me estudiaron. Lucía serio, su expresión tensa, su ceño fruncido. Era mío. Fue mío. Ya no lo era. Y me enfurecía, me entristecía.

—No hasta que me escuches.

Algo más se rompió, algo a lo lejos, un efecto domino retardado. El piso bajo mis pies se movía, mis ojos ardían en ese dorado antinatural y errático. No quería oírlo, no quería verlo.

—¡Suéltame!

Las paredes se agrietaron, un pequeño sismo abrió hendiduras en las superficies, incluido el suelo. Y aun así él no cedió.

Me observó con una fijeza inquebrantable, demasiado profunda, significativa. Había dolor diluido muy bien en su impenetrable mirada. Supe que no me soltaría, que podría romperle el brazo y aun así no me dejaría ir sin que lo escuchara. Pero yo no quería oírlo, nada de lo que dijera, ¿para qué? Todo estaba más que claro.




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