Kamika: Dioses Supremos

3. Mano al volante

 

 

Cuando desperté al día siguiente, entre sábanas blancas y en una habitación que parecía diseñada para la realeza, me dolía la cabeza de tanto llorar.

La noche anterior había llorado como una niña cuando me encontré sola, en la privacidad de mi nueva habitación de paredes aterciopeladas, con una gran ventana al mundo bajo el Olimpo, y con más espacio del que necesitaba.

Me permití admirar el trabajo de las Gracias respecto a mis aposentos. El ambiente en sí era ligero y lleno de luz, iluminado por la luz del sol que se colaba por la gran ventana con balcón y cortinas de color hueso, con una chimenea al frente de la cama que no encontraba su utilidad debido a que el ambiente en el palacio siempre era agradable e ideal sin importar la temporada en el mundo humano. Había una cama para tres personas, un escritorio enorme y toda una pared llena de libros, además de un maniquí con el traje de los Dioses Guardianes y su capa esperando su uso.

El baño era magnifico, tan grande como mi habitación en Prados Mágicos, con un armario repleto de ropa de diosa que dudaba llegar a usar, y con una colección de joyas y zapatos de un numero ridículamente alto.

Había más de lo que llegaría a usar, demasiado oro y tiaras muy pesadas, pero era mi espacio y ahí nadie me molestaría. Y, debido al tamaño comparable con mi antiguo departamento, se sentía todo vacío, como si faltara algo cálido difícil de explicar.

No le di mucha importancia a mi habitación. Solo la usaría para dormir y descansar. Tenía muchas cosas que hacer y eso era bueno, la mente ocupada me impedía pensar en esa persona cuyo nombre me doblaba el corazón a la mitad.

Tardé un buen rato en la ducha, agradecida por usar una con paredes y agua caliente a disposición. Busqué entre la ropa que prepararon para mí lo más protector y discreto, pero los vestidos blancos y ligeros no me parecieron opción. Terminé usando un pantalón de combate y una blusa de tres cuartos demasiado ajustada, cortesía de seguro de Sara, además complementé con una capa que cubriera mi rostro por completo. Era mejor ir por ahí con una túnica que exhibiendo mi cara, al menos por el momento.

Suspiré mientras me vestía. Una vez Diana me dijo que mi forma de vestir era parte de mi sello, que debía vestirme para impresionar e intimidar, dada mi reputación. La líder de las oreades prefería verme vestida con roja ajustada y corta, extravagante, el tipo de ropa que no podrías dejar de mirar. Ella decía que debía lucir como si nada pudiera herirme, en lugar de una armadura, usando como ejemplo a Nike, cuyo atuendo habitual se conformaba de dos piezas pequeñas, que dejaban ver sus atributos de deidad. Nunca había visto a Diana usar un traje protector ni armadura incluso en combate.

Y lo había hecho, aprendí a lucir como una diosa, con ropa de miles de piezas y accesorios llamativos. Me había funcionado en algunas ocasiones. Pero ese día no quería lucir como diosa, no quería intimidar a nadie.

Me miré al espejo por un momento, perdida en mi propio reflejo. El cabello me había crecido hasta la cintura en esos dos años, también me había vuelto más alta. Seguía envejeciendo, me recordé. Cambiar era normal. Y, aun así, mientras me observaba, tenía el sentimiento nostálgico de que algo hacía falta, solo que no sabía qué era.

Cuando terminé de vestirme abandoné en silencio mi habitación, tan sigilosa como una sombra, queriendo a toda costa no llamar la atención. Me cubrí la cabeza con la túnica y usé el yelmo de Hades para ocultar mi cuerpo y presencia, ahora con la forma de una tiara plateada diminuta y sencilla que caía sobre mi frente. Despacio y segura, así me deslicé por los pasillos y evadí a las Gracias y otras deidades menores que se paseaban por el palacio. Pisos y pisos hacia abajo, hacia la entrada.

Mis aposentos, al igual que los de mis amigos, se encontraban en lo alto de la torre principal, solo un nivel por debajo de la instancia de Zeus y Hera, por lo que el descenso fue largo y tenso. A pesar de solo haber un piso de diferencia, el Olimpo era un universo en sí mismo, por lo que la distancia que nos separaba de la Corte Suprema era considerable.

Vi a Hestia pasar por mi lado sin percatarse de mí. También me topé a Logan, tan amargado como siempre, mientras discutía con un hombre alto, de cabello azul cian y ojos de un amarillo verdoso. El hombre sonreía, y solo por un momento me pareció que sus ojos me siguieron, pero tal vez fue mi imaginación.

Lo miré mientras los dos se alejaban. Lo había visto antes, pero no lo recordaba del todo.

Crucé por pasillos, evadiendo jardines, los menos transcurridos y oscuros. El Olimpo había cambiado mucho su infraestructura desde la última vez que estuve ahí, a raíz de todos los daños recibidos, pero la base era la misma, al igual que sus principios mágicos. Compartía las normas naturales de Kamigami. Nada oculto, nada de transportarse con magia de un punto a otro. El yelmo de Hades solucionaba lo primero, pero de lo segundo tenía que encargarme yo. Hasta la entrada, atravesando casi todo el palacio, caminé con la cabeza baja y a paso rápido; quería salir de ahí lo más pronto posible.

Agradecí no ver a Dominique por ninguna parte, mucho más por no encontrarme con Andrew. No quería lucir triste cuando viera de nuevo a mi familia ni hacer estallar en pedazos otro monumento. Aún tenía que lidiar con la impresión que le di a todos cuando llegué, mi reputación frente a las deidades me importaba más que nunca, no podía dejar que me vieran como una niña con el corazón roto que se guiaba por sus instintos, por mucho que esa descripción me calzara.




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