Kirok me seguía como una fiel sombra mientras caminaba a paso rápido por los pasillos del Olimpo. La tristeza se había enfriado en mi corazón hasta que solo dejó una tensa ira contenida. Podía notarlo por la forma en la que las deidades me miraban al pasar.
Apresuré el paso, Kirok igual. Apreté la bolsita de tela que guardaba los trozos de mi Arma Divina y me tragué el nudo en mi garganta. Necesitaba entender lo que sucedía.
Me fui del campo en cuanto los sollozos se volvieron leves lamentos, sin hablar con nadie ni despedirme del padre de Evan. Mis amigos se quedaron; no supe qué hizo Andrew con Dominique. Solo sabía que quería volver al Olimpo e ir a ver a la única deidad que podría darme respuestas.
—Espérame aquí —le pedí a Kirok en cuanto me paré frente a una gran puerta roja, con gravados de fuego, muy lejos de los edificios principales.
Kirok asintió sin decir una palabra y se paró dándole la espalda a la puerta, como si vigilara.
Toqué la puerta y ésta en seguida se abrió, dándome la bienvenida a una habitación oscura y grande, donde tan solo había una ventana que filtraba una inusual luz roja.
Tomé aire y entré, la puerta se cerró a mi espalda.
El taller de Hefesto era uno de los lugares más extraños del Olimpo. Tenía todo un mundo dentro de esa habitación, con tres grandes chimeneas a fuego vivo, martillos y picas por todas partes, y muchos metales que los humanos nunca tocarían; sin cortinas, para evitar accidentes, y demasiadas mesas. Había armas con aleaciones divinas que brillaban en la oscuridad, armas hechas con diferentes materiales y a pedidos específicos. Y en medio de la habitación colgaba un caldero que iluminaba el techo de un color dorado intenso.
En cada esquina, apostado y oculto en las sombras podía ver a sus autómatas. Bestias de hierro forjados por él mismo como si fueran sus centinelas, gigantes, del alto de la habitación. Nunca los había visto moverse, pero las historias eran aterradoras.
Si me detenía lo suficiente podría ver el polvo de oro y lágrimas volar por ahí, polutas mágicas y el residuo energético de grandes armas.
Hefesto solo forjaba para dioses y héroes, sus técnicas y materiales eran, en su gran mayoría, todo un misterio incluso para Zeus. Reconocido por tener un carácter peculiar recibía pocas visitas. Si él no era aterrador, sus autómatas sí que lo eran.
—Atenea —dijo una voz rasposa entre las sombras—. No esperaba tu visita.
Me giré, con cierto titubeo. Hefesto se encontraba parado a pocos metros, con una pica en una mano enguantada y gafas sobre su cabeza. Era un dios de apariencia algo mayor, como si tuviera unos treinta y tantos, con una leve barba castaña, del color de su cabello rebelde, y ojos de un intenso morado que brillaban en la oscuridad de su taller. Su piel era muy pálida, casi no se exponía al sol, y su cuerpo era muy contrario a lo que las leyendas humanas contaban.
Como todo dios, era hermoso. Sus brazos eran gigantes, producto de su trabajo duro, mucho más grandes que los de Daymon; su espalda estaba repleta de músculos tonificados, al igual que su única pierna. Sus cejas eran pobladas, y las muy pocas veces que sonreía se le hacían hoyuelos. Alto, pero de apariencia más humana que Dionisio, quien era una historia muy diferente.
Hefesto era, sin duda, uno de los dioses más atractivos del Olimpo. Pero siempre estaba ocupado y casi nunca se le veía fuera de su taller, además de que sentía cierto rechazo hacia su familia debido a su pasado. Fue rechazado, muchas veces, por lo que caerle bien era inusual; por suerte, yo me llevaba bien con él.
Le ofrecí una sonrisa, evitando observar que ahora tenía una nueva prótesis en su pierna derecha. Él siempre estaba inventando algo nuevo, siempre ocupado con algún proyecto. Era exclusivo con su trabajo, solo aceptaba pedidos que él considerara acorde a su dedicación y merecedor del producto final.
—Lamento venir sin avisar, Hefesto, pero es una emergencia.
El hombre dejó sus herramientas sobre una mesa y se acercó unos pasos. Me miró de pies a cabeza y se detuvo en la bolsita de tela en mi mano. Enarcó las cejas y me miró a los ojos, como si aquello fuera el colmo.
—Niña, siempre te metes en problemas, ¿verdad? —Extendió su mano para que le entregara la bolsa. Eso hice—. ¿Cómo sucedió? El material de sus Armas Divinas es primigenio. Ni recorriendo el universo encontrarás algo igual.
El piso bajo mis pies se sintió moverse. Tragué saliva. Sin duda no era bueno.
—Esperaba que me lo dijeras. Esto nunca… —Agaché la cabeza—. La he usado en batallas más difíciles, ¿por qué se rompe ahora?
Abrió la bolsa y los pedazos de mi espada salieron volando. Flotaron a su alrededor en circulo, él los observaba con cuidado, a cada uno de ellos. Tomó el mango, o parte del mango, y lo examinó entre sus dedos mientras las demás piezas volaban sobre su cabeza.
—Las Armas Divinas fueron mi segundo mejor proyecto, luego del cetro de Zeus, el casco de Hades y el tridente de Poseidón. Gloriosas por sí mismas, pero dependientes de su portador. El poder que poseen es resonante con los sentimientos del dios que las empuña. Significa que se debilita cuando su portador no está a la altura de su grandeza.
—Pero eso… Llevo usándola por años, la he usado incluso contra Pandora, bajo su influencia, y no le ha sucedido nada. ¿Por qué ahora…?
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Editado: 03.11.2024