Kamika: Dioses Supremos

10. Espejo de la verdad

Las nubes azules se mancharon de un verde oscuro, repugnante y sobresaliente en plena noche, y la tierra se estremeció. Los gritos de las ninfas taladraron el aire como una bala, anunciando el inicio de una nueva guerra. A lo lejos, en la pista de baile, todo el mundo comenzó a correr como hormigas bajo la lluvia.

Andrew sostuvo mi mano para equilibrarme mientras le terremoto continuaba. Muchos árboles cercanos se vinieron abajo como soldados caídos, uno tras otro en medio de fuertes estruendos, como si una primera línea de defensa ya hubiera sido vencida. Mi balcón se hizo pedazos, las aves salieron volando muy lejos en busca de refugio, solo para toparse con el tono verde que el cielo y el entorno habían adquirido. La tela de las dimensiones se resquebrajó, casi pude oír el sonido de la tela al rasgarla con una fuerza burda.

Mi corazón se detuvo en el momento en que docenas de grietas se abrieron en el aire. Grietas dimensionales de hasta cuatro metros de largo, verdes de un brillante sobrenatural que resaltaba en la noche. Las luces de la fiesta se consumieron entre deidades que salían corriendo y gritos, siendo la luz verde de un brillo segador de las grietas lo único que iluminó la arboleda.

Observé, con los ojos desorbitados, cómo manos hechas de piedra, gigantes, sobresalían de la grietas apenas delgadas para abrirlas por completo, intentando abrirse su propio camino. Y entonces un nuevo alarido gobernó el ambiente, antinatural y gutural, tan fuerte que me dejó sorda por unos segundos.

Mujeres hechas de piedra, golems, emergieron de las grietas como margaritas en la primavera, colmando la arboleda de un ejército completo. Altas, grandes, de tal vez unos cinco metros de alto, totalmente hechas de piedra, sin ojos ni cabello, tan solo su figura femenina carente de detalle específicos. Una tras otra, rápido, atravesaban las grietas como si en lugar de una herida dimensional que podría colapsar nuestra propia realidad se tratara de docenas de puertas abiertas. Invadieron el bosque, cientos de golems que se tropezaban entre sí para entrar más deprisa, con sus manos arañando el suelo y sus bocas abiertas para emitir alaridos espeluznantes. Ni siquiera sabía que esas cosas podían gritar.

El terremoto no se detuvo, todo se movía, me era difícil mantenerme de pie entre los latidos de mi corazón y la sorpresa. Mi boca se sintió seca, la luz no era suficiente. Demasiados sonidos entre gritos, exclamaciones, ordenes de guerra y los alaridos de esas cosas. Sus pasos sobre la tierra retumbaban más el suelo en movimiento, como si incluso la gravedad hubiera perdido su identidad.

Me llevé la mano a mi pecho, lista para tomar mi espada y comenzar a moverme. Esos golems solo podían ser de una persona, y entenderlo me provocó un nudo en la boca del estómago. Pero el mundo se abrió bajo mis pies cuando no sentí mi collar-arma, cuando recordé que ya no tenía un Arma Divina. El corazón se me cayó a los pies, el terror me invadió en oleadas alarmantes al enfrentarme a una nueva situación en la que no tenía control.

Cuando me vi encerrada en la inutilidad que había dejado atrás.

Un terror frio subió por mis pies, una risa espeluznante en cada rincón de mi cabeza, y de pronto un miedo punzante se instaló en mi corazón. Ese rincón de pánico en mi cabeza que había logrado mantener frio de pronto se encendió en llamas, incendiado de paso mi piel. Cosquilleó bajo los vellos de mi cuerpo como una caricia de las desgracias.

Los latidos de mi corazón bloquearon los gritos y el movimiento bajo mis pies, mis pensamientos eran un avispero sin orden, sin control. Vi la luz dorada de Andrew a mi lado, él con su arco en manos y una expresión cubierta de furia y concentración. Su mandíbula se había apretado tanto que parecía doler, y sobre sus manos y cuello sus venas se marcaban por la fuerza que ejercía sobre su Arma Divina.

—Ailyn —susurró, y por alguna razón se sintió como una gota de hielo sobre el calor de mi pecho cubierto de un nuevo temor desbloqueado que nunca creí tener: luchar sin mi espada.

—¡ATENEA! —El grito surcó la tierra y los cielos, y el suelo hizo un último movimiento brusco antes de detenerse de golpe como si incluso la tierra temiera por aquella voz.

Un sudor frio recorrió mi rostro, casi podía oír la voz de At en mi cabeza, de verla a mi lado gritándome que estaba en un real apuro y debía pensar en algo, debía encontrar la forma de hacerle frente a la propietaria de aquella voz.

El cabello rojo, demasiado oscuro pero que contrastaba con el verde de las grietas, que se coló por una de las grietas más cercanas a nosotros heló mi sangre, atacó directo en mis peores temores. Y, como si su voz no hubiera sido lo suficientemente clara, asomó sus ojos oscuros a través de la luz de la grieta. Sus manos, sus uñas largas y monstruosas, se ubicaron arriba y debajo de la grieta y empujó, su sonrisa, de un tamaño antinatural, ocupaba casi toda su cara como un demonio salido de una horrible pesadilla, y sus ojos… me miraban directamente a mí.

—Pirra —susurré.

—Ailyn —repitió Andrew, y supe que no fue para llamar mi atención, quería llamar a la parte racional de mi cabeza que siempre se ocupaba de esas situaciones. Afiló su mirada, con la atención en el mismo punto que yo—. Viene por ti.

Mi pecho subía y bajaba. Esa parte se había ido junto con mi espada. Debía traerla devuelta con la fiereza que me quedaba en el corazón. No importaba que se tratara de Pirra, debía poder enfrentarlo. Era Atenea, me repetí, podía manejar cosas así.




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