Todo se veía negro, hasta que un camino de luces bermellón me señaló una dirección. Me adentré en esa oscuridad, navegué por ella mientras seguía el rastro casi tenue que me mostraban. Sentí una corriente de aire frio sobre mi piel, la sensación del poder más allá de mi cuerpo, casi pude sentir la luz que me rodeaba mientras me adentraba en mi búsqueda.
No supe cuánto tiempo pasó hasta que me topé con una pequeña ventana. No una puerta, una ventada del tamaño justo para que solo pudiera entrar un gato. Blanca, del color de los huesos, con pequeñas manchas bermellón como salpicaduras.
Vi mi reflejo cuando me acerqué lo suficiente. Pero se veía distorsionado y opaco. El rastro de luces se fue apagando hasta que desparecieron, dejándome solo con la pequeña ventana, sin más caminos u opciones.
Puse una mano sobre la ventana, se sentía fría bajo mis dedos, como el hielo. Y ejercí presión, igual que Astra me indicó.
Pero no sucedió nada. No podía abrir la ventana.
Fue entonces, mientras deslizaba mi mano sobre la superficie, que sentí la grieta bajo mis dedos. Filosa, lo suficiente para cortar mi piel. Y diminuta, apenas perceptible.
Esa sería mi entrada.
Preparé todos mis sentidos y mi propia presencia incorpórea, y dejé que mi existencia se redujera a apenas un susurro. Pequeño y etéreo, lo suficiente para entrar por una grieta de ese tamaño.
Sentí cómo me deslizaba a través de su capa, el negro se desvaneció, todo a mi alrededor lo hizo. Luego, como si hubiera dado un paso a otro mundo, un paisaje completamente diferente nació ante mí. Pero mi cuerpo no tomó su forma normal, permanecí como un suspiro en el aire, dispersa y casi imperceptible.
Figuras conocidas aparecieron a mi alrededor, rostros de antiguos dioses, cubiertos por capas color bronce hasta la cabeza. Solo pude ver sus rostros en la penumbra de la noche que devoraba el palacio, pero con eso fue suficiente. Dioses Olímpicos, algunos de ellos, que en un futuro pertenecerían a los Dioses Guardianes. Sus expresiones compartían la seriedad y dureza que los caracterizaba, una más que los demás. El rostro de Atenea era la representación frívola de una deidad antigua, sin ningún sentimiento cálido o ameno en su mirada, mucho menos en sus gestos. Sus ojos, pese a representar serenidad, también parecían arder con un fervor inquebrantable.
Estaban reunidos alrededor de una cama de cuarzo, rodeada por cuatro antorchas en cada punta que eran la única fuente de luz de la habitación además de las estrellas y la luna. La habitación no tenía paredes, solo columnas que rodeaban de forma circular la instancia. Y sobre la cama un montón de arcilla reposaba sin forma alguna.
—Será su perdición —comentó uno de los dioses presentes—. O la nuestra.
—Entonces debe ser perfecta —dijo Atenea, su voz jamás podría olvidarla o confundirla—. Haga lo que haga, será incuestionable que fue creada por los dioses, esculpida por nuestros dones.
Uno por uno las figuras cubiertas dieron un paso hacia la masa amorfa sobre la cama, y al extender sus manos hacia ella una nueva luz tomó lugar, dorada, cálida pero helada al mismo tiempo, como un regalo maldito escondido tras una sonrisa perversa. La luz nacida de cada dios voló hacia la arcilla y se hundió en ella en medio de un suspiro y un parpadeo.
Las estrellas parecieron brillar con más intensidad en el momento en que el último de los presentes ofreció su regalo. Y entonces la arcilla se retorció.
Gases purpuras y dorados salieron del montón amorfo mientras burbujeaba, hasta que soltó vapor y lo que antes no tenía forma ahora daba origen a una nueva silueta.
Una mujer. Pandora.
Tomó color poco a poco, por completo al desnudo, rodeada por una larga cabellera roja que se deslizaba por la cama hasta el suelo, hebras que resplandecían a la luz de las estrellas en un intenso carmesí, con una piel blanca como las flores que Pirra adoraba y unos labios rosas, finos y brillantes.
Sentí mi corazón en los oídos, un sonido de alarma en lo profundo de mi instinto cuando su cuerpo se movió. Lento y perezoso, como si le pesara demasiado, parecía que ni siquiera tuviera idea de cómo manejar sus extremidades.
El tiempo pasó más lento mientras la primera mujer se enderezaba en su pedestal, con movimientos cortos y titubeantes. Los dioses esperaron y observaron en silencio cada uno de sus movimientos, sin acercar para ayudarla.
En el momento en que levantó la cabeza creí que mi respiración se atascaría en alguna parte de mi conciencia, como solía ocurrir. Creí que una oleada de miedo me atravesaría sin poder evitarlo, que su presencia conmocionaría la mía. Pero no fue así.
Sus ojos eran tan diferentes a los que yo conocí que todo el miedo y la incertidumbre que despertaba en mí, toda esa precaución e ira, tan solo se congeló.
Su mirada era pura, inocente, idéntica a la de una niña. Sus ojos oscuros eran brillantes y grandes, reflejaban las estrellas y estaban realmente abiertos. Su alma, ese hoyo negro que parecía absorber la mía con tan solo una mirada, era blanca, transparente, podía verla en sus ojos. Vi sueños e incertidumbre, miedo pero alivio, expectación, como si supiera que miles de oportunidades se abrían ante ella solo por existir.
Esas mejillas rosadas, las pestañas largas y su palidez, la hacían ver inmaculada. Era hermosa. Pandora siempre fue hermosa, pero su mirada siniestra siempre eclipsaba su aspecto. Ahora, sin embargo, había algo tan diferente en su mirada que era como si esa fuera su verdadera belleza.
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Editado: 20.05.2025