Kamika: Dioses Supremos

20. El pozo de los sueños rotos

«Era una noche sin luna. Las estrellas eran la única fuente de luz del lugar. Pequeñas partículas de fuego rojo volaban frente a mí, resaltaban en la oscuridad. El olor a azufre dominaba el lugar, primero tenue, luego demasiado intenso. Hacía calor, pero parecía que el fuego provenía del interior de mi cuerpo, no del exterior.

Sentía que me estaba quemando, como si las brasas nacieran en mi alma. Dolía, era demasiado intenso. Nunca sentí algo así antes, un dolor diferente a todo lo que había sufrido.

Estaba sentada en el suelo, casi arrodillada. Se sentía frio bajo mis piernas, una superficie rugosa, y una fuerte corriente de viento caliente se arremolinaba a mi alrededor, obstruyendo mi visión de cualquier cosa fuera del ojo de ese pequeño tornado.

Sentí cosquillas en mi cara, como leves caricias de agujas finas, pero más allá del torbellino que me rodeaba no pude distinguir algo más.

Hasta que el viento se detuvo de repente y algo apareció.

Una persona estaba parada frente a mí, ondeante en mitad de la noche. Cabello negro con rosa coral en las puntas llamó mi atención, una mujer no muy alta con un vestido de flores color coral saltaba a la vista. Me daba la espalda, estaba a varios metros, pero yo la sentía demasiado cerca.

Por alguna razón me dio la impresión de que sonreía. ¿O tal vez lloraba? Parecía divagar entre la profunda tristeza y una intensa felicidad. El sentimiento era radical, fuerte, como si sus sentimientos inundaran el lugar.

—Debes soltarlo —dijo la mujer—. No te pertenece.

Algo se deslizó por mi rostro, cálido y espeso. Me llevé las manos a las mejillas, con el corazón a toda velocidad en mi pecho. Lagrimas. Lágrimas de sangre salían de mis ojos como una maldición. Una voz en lo profundo de mi cabeza gritó.

Algo se rompía.

Una nueva ventisca me cubrió cuando la mujer empezó a darse la vuelta. No vi su rostro completo, tan solo una sonrisa y a su lado una solitaria lagrima. Y entonces alguien más tomó su lugar. Un hombre, lo supe por la silueta que parecía una sombra en la oscuridad, alto y de hombros anchos, tan formidable y grande como un muro impenetrable.

Dos puntos encendidos aparecieron a un metro de mí en medio del viento. Uno rojo, el otro negro y brillante como el ónix. Ojos, filosos y poderosos, imponentes. Me observaron con fijeza. Y poco a poco el rostro fue tomando más forma. Nariz, labios, mejillas. Por pedazos, como un rompecabezas incompleto.

—Eres el final de mi camino —dijo una voz en la penumbra.

Y de repente todo se detuvo por completo, cada hoja y cada partícula flotante. Y alguien arrancó algo de mi interior con la fuerza suficiente para destruirme. Todo se fue, el poder, la fuerza, la esperanza, incluso la ira. Todo se fue con…

Un pedazo de mi corazón.

Grité.

El fuego se apoderó de mi pecho como una llamarada, quemó mi cuerpo desde adentro.

Y todo se rompió como un espejo viejo, incluyéndome a mí.»

~°~

«El corazón me dolía cuando abrí los ojos. La luz del día me recibió con un abrazo, el intenso sol iluminaba todo a mi alrededor.

Me senté, así me di cuenta de en dónde me encontraba. Un bosque se alzaba a mi alrededor, rodeado por árboles con hojas de algunos colores inusuales, entre azules y violetas, rosando los tonos más ocres, brillantes igual a las gemas, y donde al césped era suave al tacto, no rustico.

Cuando me puse de pie vi el lago a pocos metros de mí, cristalino, tanto que podría estar congelado, pero se movía y los colores bailaban sobre el agua como si fuera magia. El lago me dijo en dónde estaba.

Caminé hacia el Lago de los Recuerdos, donde Atenea y Apolo dieron su último respiro, impresionada por la cantidad de luz. El sol… se veía mucho más grande, como Helios; la calidez del lugar y la pureza del aire me hacía pensar que no me encontraba en la Tierra. Todo brillaba, salido de un cuento de hadas, y era tan pacifico…

Algo captó mi atención cuando llegué al lago. Alguien caminaba sobre el lago como si no fuera agua, con pequeños pies descalzos y una túnica blanca. Una niña albina, tan blanca que podría ser traslucida, con el cabello tan blanco como las nubes y ojos del mismo color. En su cabeza portaba una corona de hojas de diferentes colores, una por cada color del arcoíris, lo único en su apariencia que tenía color.

Elpis. La personificación de la esperanza.

Sonreía mientras me miraba, acercándose a mí. Su mirada era la viva representación de la paz. Eso alivió el dolor de mi corazón. Me sentí a salvo, como si nada pudiera tocarme si podía verla.

Al llegar a la horilla me miró fijamente, como si quisiera contarme una historia con tan solo ese gesto, luego movió su mano para que la siguiera.

Elpis me guio a través del bosque en completo silencio. Solo caminó con la certeza de que yo iba detrás.

Los árboles tenían hojas que brillaban como las gemas, además de pequeñas partículas que iluminaban más el bosque, igual a una espora, volando por todas partes. Ni siquiera los bosques de Kamigami lucían tan… especiales.

A los pocos metros abandonamos el bosque y una ciudad se alzó ante mí. Pero era diferente a todo lo que había visto antes. Los edificios parecían hechos de diamantes, resplandecían bajo la luz del sol, la reflejaban; las calles eran limpias y llenas de árboles y plantas, como si el mundo hubiera alcanzado un equilibrio perfecto.




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