De alguna manera, el Olimpo tenía un olor diferente. El aire que circulaba por los pasillos, los jardines, los salones y los dormitorios era cálido, agradable. O tal vez solo era yo la que se sentía diferente, y por ende todo lo sentía un poco distinto.
Había más color, más flores, más vida. O todo estaba en mi cabeza.
Caminé por los pasillos con la cabeza en alto y la mente clara, consiente de las miradas, los susurros y la forma en la que las deidades dejaban de caminar al verme. Las ignoré, no me detuve para hablar con nadie y de igual forma nadie se interpuso en mi camino. Tal vez se debía a la presencia un tanto amenazadora de Kirok a mi espalda, o a los rumores que sin duda debían circular en los pasillos.
Había cambiado mi ropa apenas puse un pie en el palacio. Mi corriente prenda humana y normal fue reemplazada por un vestido que llegaba a los talones, de un blanco marfil que caía libre al llegar a mi cintura; hilos casi transparentes, como cabello de ángel, lo recubrían, haciéndolo resplandecer como moneda bajo el sol; se recogía en el cuello, dejando mi espalda al descubierto, lo que solucioné con una capa dorada de tela fina, que dejaba ver el vestido, pero le daba un aspecto aun más radiante. Me recogí el cabello con un par de horquillas doradas con flores de loto, y usé el arete de Atenea como elemento principal.
Retiré cualquier ilusión de mis ojos, revelando su color ámbar casi dorado. Y sonreí. Nunca dejé de hacerlo mientras caminaba.
Aun no había ido a ver a los demás, ya habría momento para eso. Ahora, lo más importante era ir a ver a Hefesto.
Me detuve frente a la gran puerta de hierro de sus aposentos. Los dos Guerreros de Troya que estaban a lado y lado chocaron sus lanzas contra el suelo, luego dieron media vuelta y se fueron. Me pareció ver que a uno de ellos le brillaron dos puntos dorados bajo el yelmo que cubría la totalidad de su rostro. Sonreí con malicia mientras lo observaba marcharse. Zeus sin duda sabía que había vuelto.
Esperamos exactos diez segundos a que la puerta se abriera para nosotros. Kirok avanzó un par de pasos hacia mí con un cofre negro en las manos y los ojos rojos fijos sobre la puerta. Parecía haber algo que lo inquietaba, pero no mencionó nada desde que fue a buscarme.
En aquel cofre se encontraba el adamantio que sus vigilantes reunieron para él. Por lo que sabía, no era demasiado, ni siquiera sabía si se podría forjar un arma con esa cantidad. Pero tampoco necesitaba algo demasiado grande, de todas formas, el adamantio no era lo que le quitaría el poder a Pandora.
—Te ves algo tenso —le dije a Kirok antes de caminar hacia el interior del salón.
Sonrió, un gesto perverso que ocultaba cierto recelo.
—¿Recuerdas mi oz? Esa que cambia a espada —preguntó él sin quitar los ojos del interior. Yo asentí—. Tanto la espada como la oz las forjó Hermes, una de ellas para Atenea. Le robé la oz cuando estaba demasiado triste por su esposa como para pelear. No creo que tenga deseos de verme.
Me detuve cuando la luz de las antorchas y calderos iluminó mis pies. Me giré hacia él de repente, con más preocupación que asombro en el rostro.
—¿Que tú qué? —exclamé tan bajo como pude.
—Que es un ladrón —dijo una nueva voz, ronca, como si llevara un tiempo sin ser usada—. Entre otras cosas desagradables.
El lugar estaba casi a oscuras, salvo por la luz del único caldero que colgaba en medio del salón y tres chimeneas a fuego vivo que crepitaban ante la madera. La ventana que le aportaba la mayoría de luz estaba cubierta por cortinas que Hefesto evitaba usar por precaución. La poca luz del ambiente iluminaba parcialmente a los grandes autómatas de la habitación, de grandes cabezas y armaduras brillantes, con un detalle que me llamó la atención: ¿siempre hubo tantos? El lugar se sentía más pequeño que la ultima vez que estuve ahí, pero tal vez era porque había más autómatas que antes. ¿Un ejército? Lo tendría en cuenta para el futuro. Eso casi me hizo sonreír.
Me concentré en el dueño de la habitación. Un par de ojos morados resaltaban en la oscuridad mientras el dios caminaba hacia nosotros desde las sombras. La luz iluminó solo un lado de su cuerpo, haciéndolo ver más amenazante que de costumbre. Los músculos de su rostro perfecto estaban tan tensos que múltiples arrugas lo trazaban, junto con un ceño fruncido que amenazaba con romper en dos su cabeza. Sus brazos se cerraban sobre su pecho, lo que le daba más volumen a sus ya de por sí enormes músculos. Incluso sus guantes negros de trabajo parecían a punto de romperse.
No me miraba, solo observaba a Kirok como si una cucaracha se hubiera colado en su precioso museo.
Di un paso hacia adelante luego de quitarle la caja a Kirok de las manos. Mi familiar estaba tan ocupado sosteniéndole la mirada a Hefesto que ni siquiera me miró.
Me aclaré la garganta.
—Hefesto, lo siento, él ya se va.
Le di una mirada a Kirok sobre mi hombro, y prácticamente se esfumó entre las sombras como si solo estuviera esperando la señal para marcharse.
Kirok huyó. No supe qué me asombró más, que Kirok le temiera a alguna deidad, o que esa deidad fuera Hefesto. En todo caso, si Kirok quería algo de Hefesto, ¿por qué esperó a que fuera vulnerable para robarlo?
Me centré en Hefesto, el dios cuyos ojos morados seguían resplandeciendo como una muda advertencia, y consideré que esos autómatas no serían lo único de aquel cuarto que sería de utilidad.
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Editado: 15.10.2025