Kaonashi: Abandonado

Capítulo 2: Entre orillas

Un relámpago cruzó la negrura, iluminando por un momento el manto de nubes negras y reflejándose en el mar, un mar también oscuro que, agitado por la tormenta, se zarandeaba, creando crestas y valles, con grandes olas que rompían entre sí en una fiesta de destrucción y creación. La lluvia arreciaba, comunicando el cielo y el mar, creando un puente entre ambas masas de agua, un velo de misterio que impedía que nada ni nadie supiera muy bien dónde se encontraba. Y allí, en medio de aquel caos primigenio, en medio de la tormenta, se encontraba el barco. El barco, la barcaza, apenas una cáscara de nuez en medio de la tormenta, apenas una lancha con un tejado sobre los pasajeros, sobre el cual tamborileaba la lluvia en una melodía interminable. La tormenta sacudía sin piedad la embarcación, que sólo contaba con sus luces de posición para orientarse, y aquella luz en la lejanía, más allá de la lluvia, como símbolo de su destino. Una luz en medio de la oscuridad, un destino que prometía un descanso, aunque fuera temporal, de la inclemente lluvia.
Bajo el tejado, los espíritus pasajeros del barco trataban de acurrucarse unos contra otros, intentando conservar el calor ante la fuerza de la naturaleza; Seres grandes y pequeños, de formas humanas o más bien animales, Kappas que se cubrían la cabeza temiendo caer, y un rebaño de espíritus ovinos, con grandes abrigos de lana, que además de proyectar unas siluetas muy reconocibles, les servían de abrigo ante el frío y la lluvia. También le servían de abrigo a los elementos al único miembro humano de la comitiva, John, que, tras haberse logrado escabullir como polizonte en la barcaza se había hundido entre los dos abrigos de dos espíritus. La lluvia llegaba igualmente, y puede que estropeara un poco lo mullido de la lana, pero para él no importaba, pues, con brazos y piernas recogidos, tratando de ocupar lo menos posible, John intentaba empequeñecerse, intentaba evitar ser descubierto. Porque allí, junto a los espíritus ovinos, estaba el guardia. Un ser de rasgos duros y uniforme militar que no parecía tener mucha paciencia. Sus acompañantes, acostumbradas a su presencia, apenas emitían un balido de vez en cuando, sofocado por el ruido de los truenos, pero John sabía que si lo descubría a él sería terrible. Había leído lo suficiente de espíritus japoneses antropófagos para no saber lo que le ocurriría. Así que se quedó callado, tratando de ocultar su presencia, si es que aquello era posible, sobresaltándose con cada trueno, oyendo el ensordecedor tamborileo arrítmico de la lluvia sobre su cabeza, sintiendo su chubasquero empaparse cada vez más.

 “¡Te encontré!” El rostro perruno del espíritu guardián se había abierto paso entre la lana que ocultaba a John, y éste no pudo evitar pegar un respingo, sobresaltado. “¡Un humano! ¡Sabía que estaba oliendo uno!” sus ojos parecían brasas ardientes en la penumbra de la barcaza, haciendo que la piel de John se erizase, y su mano pareció una garra de acero al agarrarlo de la muñeca. “¡Me estaba entrando hambre y ahora no tendré que esperar a llegar al otro lado!” Un trueno pareció subrayar sus palabras, un relámpago iluminó la escena. El monstruo de aspecto licántropo abrió las fauces.
No. No podía permitírselo, pensó John, desesperado. Los colmillos del guardia eran los únicos que reflejaban las luces de posición, y el turista se dio cuenta de que era aquello lo que había al final. Aquellos ojos brillantes, aquellos colmillos acerados, eran lo que estaba en el fondo de las pesadillas del ser humano. Japón, América… No importaba la cultura. El devorador era un ser universal. Y ahora, el devorador era aquel lobo, aquel ser oscuro que, guardando a sus ovejas, había decidido echársele encima con los dientes por delante.
Una inyección de adrenalina, un milagro, un acto desesperado. John pateó, golpeó, forcejeó, y trató de apartarse del monstruo. Y, tras unos agónicos instantes en los que podía sentir los dientes cerrarse sobre su garganta, notó, con alegría y alivio, las garras del espíritu maligno abrirse y dejarlo libre. Y, según lo hacía, se dio cuenta de una segunda cosa. Se dio cuenta de que ya no estaba bajo el tejado, ya no estaba entre las ovejas. Ya no estaba entre la barcaza. No supo si maldecir o rezar, pero antes de que pudiera decidirlo, la barcaza se había zarandeado de nuevo, y el mar se lo había tragado.

 

Cuando la puerta se abrió, a su derecha, una luz cegadora procedente del pasillo iluminó la habitación, que estaba prácticamente a oscuras. “¡Mamá!” Gritó John, tapándose los ojos deslumbrado, con el rostro apenas iluminado por la luz de la pantalla que tenía ante él. “¡No abras sin avisar!”. La silueta que había en el rectángulo de luz que se recortaba donde estaba la puerta no tenía rostro, pero John casi pudo verla torcer el gesto como tanas veces.
“Deberías salir de vez en cuando, hijo…” Replicó, con aquella voz tan molesta. ¿Es que no se iba a cansar de repetir lo mismo una y otra vez cada vez que volvía a casa de la universidad? “Ya llevas diez horas ahí pegado”. Cómo se notaba que ella pertenecía a otra generación. Había montones de cosas que hacer en el ordenador. “No me interesa nada que pueda ofrecerme el mundo real, madre”, replicó, apartando la cara de nuevo hacia el ordenador. “Soy un hikikimori, ¿lo sabías? Es una cosa japonesa que…” Se detuvo, al darse cuenta de que algo no estaba bien. Algo fallaba allí. No había pantalla ante él, en su oscura habitación. No había ordenador, y ni siquiera había silla, a pesar de que John estaba sentado. Pero ¿Por qué estaría sentado en su silla con el chubasquero puesto? ¿Por qué habría volado a Japón sólo para sentarse en su silla? Allí había algo que fallaba, cada vez era más evidente. Angustiado, comenzando a comprender que algo muy malo estaba ocurriendo allí, John se volvió hacia la puerta abierta, hacia su madre. Pero ya era tarde. Pero ya estaban lejos. Sintiendo aquella opresión en el pecho, aquella alarma incipiente de quien presiente que se acerca la tormenta, John corrió hacia la luz, corrió hacia el rectángulo de luz eléctrica. Sabía que allí estaba la salida, que, si lograba alcanzarlo, llegaría a casa. Si lo alcanzaba, podría secarse. Estaría a salvo.



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En el texto hay: misterio, suspenso, sobrenatural

Editado: 14.05.2020

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