Una lluvia torrencial caía sobre el pequeño poblado, aunque era más bien un conjunto de casas. Restaurantes y locales de comida para llevar, de un estilo arquitectónico de finales de siglo. Colores alegres en pintura barata que se había agrietado hacía mucho, carteles colgantes de señales desvaídas. La única vegetación que merecía la pena nombrar era la que se veía en la gran mansión con el símbolo de “Aceite” en la bandera, al otro lado del pueblo. La penumbra que ocasionaban las nubes de tormenta, cubriendo el cielo, se sumaba a la del ocaso, y en el pueblo desierto, ni un alma se veía por las calles anegadas de lluvia.
Bueno, sí que había una. Un alma en pena, un pobre diablo. Un turista perdido que vagaba por los soportales, aferrándose al último pedacito de su identidad, que se resistía a ser consumido por el hambre que devoraba su ser. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuántas horas había estado vagando por allí, aporreando puerta tras puerta, siguiendo los caminos, pidiendo ayuda? ¿Había dormido? ¿Estaba soñando, y aquella era una pesadilla? No importaba, pero lo que sabía era que, si no comía algo pronto, no podría hacerlo jamás. Tal vez fuera aquello su pena, se dijo. Tal vez su pecado en el otro mundo, en el Japón terrenal, lo hubiera llevado a una especie de purgatorio oriental, a un mundo donde debía expiar su pecado. Siempre había tenido lo que quería. Siempre había podido salir airoso. Tal vez hubieran elegido aquel momento para hacérselas pagar.
El turista se apoyó en la columna recubierta de yeso, ajustando de nuevo la capucha del chubasquero. “Eso es bueno”, se decía, al notar la lluvia. Si podía sentir las gotas impactando contra su cuerpo, significaba que seguía vivo. Pero cada vez eran más escasas, ya que la parecía estar escampando, y pronto, nada le diría si vivía o moría, si era hombre o espíritu. “Mataría por un poco de sake”, se dijo a sí mismo. “Por un poco de Sushi”. No. A la hora de la verdad, había llegado hacía mucho el punto en el que mataría por prácticamente cualquier comida. Se tropezó, de puro cansancio, y cayó con una rodilla al suelo. “Si esto es un castigo, dioses, dadme una señal”, se dijo, respirando con dificultad, mirando al cielo que ya empezaba a oscurecer. “Decidme cómo debo ganarme mi redención”.
Nunca supo si los dioses lo habían escuchado. Si realmente había alguien allí, una presencia justa e igualadora, o si tal vez había sido el simple azar, algo ocurrido en el momento y lugar apropiados. Lo único que supo es que, al bajar la cabeza, un lugar iluminado llamó su atención. Un pequeño rayo de luz que se derramaba en el suelo, procedente de una puerta entreabierta. Un pequeño farolillo junto a la puerta había despertado de su sueño. El turista miró a ambos lados. ¿Cuándo había ocurrido? ¿Cómo no lo había visto antes? Reunió fuerzas y se separó de la pared, yendo directamente hacia la luz. “Comida”, se dijo. Comida, por fin. Comida y gente. La gente en realidad no le importaba tanto, humanos, o espíritus, pero el turista vio el cartel descolorido que anunciaba sabrosas raciones de takoyaki, aquella comida japonesa hecha de pulpo. Un puesto de comida rápida. Suficiente para él.
Usando el hambre como fuerza motriz, John se abalanzó sobre la puerta y abrió de golpe, entrando en el puesto de takoyaki con la mano del dinero por delante. Al apoyar la mano en la barra, cruzó la mirada con el dependiente, y sintió su sangre helarse en las venas. En retrospectiva, no debería haberse sorprendido tanto: Sabía que había marcas de leche y queso cuya figura era “la vaca que ríe”, jamón en cuyo envase se veía un cerdito alegre, y anuncios de langostino protagonizados por esos mismos animales. Pero, al igual que el espíritu que regentaba aquel puesto, se quedó helado. La cabeza que sobresalía del mostrador era calva, agresivamente calva y con hachimaki, un pañuelo enrollado atado alrededor. El mostacho era amplio y caído, con huellas de alisarlo compulsivamente, tal y como estaba haciendo en aquel preciso momento. Pero lo más extraño eran los ojos, que, además de ser grandes y redondos como lentes para el sol, tenían la pupila cuadrada.
“Pero ¿Qué demonios…?” Comenzó el espíritu, apartando con un brazo regordete el cartel de precios para verlo mejor. “Chico, ¿Qué diablos haces aquí?” El turista gimió, sintiendo un retortijón de hambre, y alargando el brazo hacia la mesa.
“Quiero comer…” Musitó, con el último hilo de voz que le quedaba. “Tengo hambre” El propietario se atusó la barba de nuevo, vacilante, así que el turista abrió la mano para mostrarle los yenes que le quedaban. “Tengo dinero, puedo pagarlo… Por favor”
“No eres de aquí, chico”, dijo el espíritu, con el mostacho agitándose a cada palabra. “Sabes que ese dinero no sirve… Los seres humanos no deberíais estar aquí”
“Sólo quiero comer un poco, no quiero morirme de hambre” Suplicó el turista, agitando el dinero en su mano. “Tengo dinero, puedo pagarlo…” Repitió.
Sabía que estaba en las últimas, pero también sabía – intuía – que, en aquel lugar, incumplir las normas acarrearía más que ser perseguido por la policía e ir al calabozo. Pero si no comía… Sintió otro retortijón, uno que casi le consumió la poca alma que le quedaba. Las monedas atravesaron su mano, prácticamente transparente, tintineando al golpear la mesa. ¿Seres humanos? Él ya no era un ser humano. O, al menos, no se sentía como tal. Desde que entrase en la estación, sentía que había perdido algo. Sentía que había dejado algo atrás. La desesperación, la esperanza… Tal vez el alma. ¿En qué punto un hombre deja de ser un hombre? Accoro-san, el propietario, dudó. Aquella pobre criatura, presentada ante él triste y patética en las últimas etapas de su existencia, ya no era humana. Una figura translúcida, como una tela al viento demasiado fina, que da la impresión de que podría deshacerse con un poco de viento. “Pero tu rostro es un rostro humano…” Murmuró. Ya tenía una bandeja en la mano, una de las que preparaba por si los clientes entraban antes de que pudiera preparar nada.