Kaori, la esfera mágica

Capítulo 1

Estaba en clase sentada en mi pupitre. Distraída, dibujaba otra de mis numerosas criaturas sobrenaturales. Me encanta dibujar. Una vez incluso gané un concurso en el instituto sobre la mascota del centro. ¡Hasta me dieron un reconocimiento por ello! Mi padre lo colocó en el mueble de la entrada de casa para que todo el mundo lo viera.

Aunque mi profesor, el señor Castor —su apellido real es Castro, pero sus dos paletas son tan grandes que, en algún momento del curso, le apodaron «Castor»— es estupendo, fui el centro de atención.

—¡Lyna! —Dio un golpe en mi mesa, sacándome de mis pensamientos—. ¿Otra vez con tus dibujos raros?

Lo único que odiaba de él era que no creía en las criaturas sobrenaturales. Además, hacía todo lo posible para que las personas que le rodeaban tampoco creyeran. Aunque conmigo no tenía nada que hacer. Mi cabeza era dura y nada ni nadie me haría cambiar de opinión.

—Lo siento, profesor —dije al tiempo que cerraba mi cuaderno de dibujo.

—Ven conmigo —me instó antes de girarse y salir de clase.

Tuve que enfrentarme a los típicos «uuuuuh» que soltaron mis compañeros por la reprimenda que estaba a punto de recibir.

—Lyna, ¿te pasa algo? —me preguntó cuando me reuní con él—. Últimamente no prestas atención y te distraes con facilidad. No sé cómo andarás en otras asignaturas, pero en la mía tu rendimiento ha bajado un poco.

—Lo siento, profesor. —Bajé la mirada—. Es que estos días me encuentro mal de la barriga…

—¿Has ido al médico?

—No es ese tipo de dolor, profesor —respondí, agachando aún más la cabeza, avergonzada.

—¡Ah! Entiendo…

—Últimamente me duele demasiado, tanto que necesito distraerme en otra cosa y que mis sentidos se vuelquen en ella al cien por cien. —¿Quieres ir al baño? —preguntó comprensivo.

—Sí, por favor.

Levanté la cabeza y le dediqué una sonrisa.

—Haz lo que tengas que hacer y cuando termines —se acercó a mi oído, cómplice— te doy permiso para que vayas a casa. Yo justificaré tu falta.

Sonriendo él también, alzó la mano con la intención de chocar los cinco. Nuestras palmas crearon un eco en el pasillo al juntarse.

Le di las gracias y me despedí. Ojalá todos los profesores fueran tan enrollados y comprensivos como el señor Castor.

Lo que me sucedía no era «problemas de mujeres» —sería todo mucho más sencillo si fuera eso—; mi gran problema lo había provocado mi gusto extraño.

Ya os lo dije al principio, amo todo lo sobrenatural, en especial los vampiros. Pero no esos que se enamoran de una humana y pelean con un lobo por su amor…, no; odio ese tipo de vampiros. Yo hablo de los reales, que no se enamoran —al menos no de humanos—, que cazan, que les hace daño la luz y no brillan como si fueran de purpurina. Vampiros que rugen… Vamos, el vampiro que conocemos desde el principio de los tiempos.

Todo empezó hace dos semanas, el día de mi cumpleaños…

Amanecí feliz, como todas las personas el día de su cumpleaños. Esperaba algún regalo, disfrutar de los familiares y comer un delicioso pastel lleno de esos objetos llamados velas, que disponen de una mecha en su interior y están cubiertos con un combustible sólido, mientras me cantan la melodiosa y típica canción de Cumpleaños feliz.

Pero no fue hasta que soplé las velas cuando me di cuenta de que algo estaba pasando. Algo que iba más allá de cualquier película, de todas las historias que me habían contado o había leído. Tenía una sensación muy incómoda, alguien me vigilaba, alguien tenía su vista clavada en mí. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y erizó mi piel hasta el punto de que empezaron a picarme los brazos.

Obviamente no dije nada, no quería asustar a nadie o que pensaran que estaba loca, eso ni hablar. Me encerré en el baño, ya que era la habitación más cercana, me senté en el váter —con la tapa bajada, lógicamente—, subí las piernas y me abracé a ellas. Allí no sentía que me vigilaban. Hubo un momento en el que, incluso yo, pensé que estaba perdiendo la cordura. Tantas películas y cuentos me estaban comiendo la cabeza. Me aferré a ese pensamiento para no entrar en pánico, fui hasta el lavabo y me lavé la cara con la intención de despejarme un poco.

Al levantar la cara percibí un movimiento rápido. Podría jurar que alguien había estado detrás de mí un segundo antes. Uno de los cepillos y la pasta de dientes había cambiado de posición a causa de la velocidad —o lo que fuese— de aquella «cosa». Salí corriendo asustada y me reuní con los demás.

***

Desde ese día no pegaba ojo. No dejaba de pensar en qué sería esa cosa y si seguirá espiándome. La inquietud que todo eso me provocaba cambió hasta mi rutina al comer; un día comía, dos no. Uno cenaba poco, al día siguiente comía como si llevase tres sin hacerlo. Tenía malestar, dolores de cabeza y algún que otro síntoma más.

Llevaba rato con náuseas, así que, antes de regresar a casa, fui al baño, pero no conseguí vomitar. Oí el timbre del recreo y a los alumnos correr por los pasillos hacia el patio. Me encantaría unirme a ellos, pero no me encontraba nada bien como para ponerme a jugar.




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