Kaori, la esfera mágica

Capítulo 4

Tras desayunar fuimos al instituto, donde nos encontramos con los demás. No podíamos dejar de pensar y planear todo lo que haríamos esa noche. Sería INCREIBLE. Contaba cada hora, minuto y segundo que faltaba para ir al gran museo maldito. ¡Lo estábamos desenado! Esa noche descubriríamos todos los misterios —o la mayoría de ellos— en nuestra aventura.

Después de las seis horas y media de clase volvimos exhaustas a casa. El profesor Castor había mandado mucha tarea para el lunes, aprovechando el puente, pero yo no conseguía apartar mi mente de la visita al museo.

Llamé a las chicas para planificar las mochilas.

—Linternas, el pijama, algo de picoteo, una muda, el saco de dormir… Lo básico —dijo Feny al otro lado del teléfono.

—Mi hermana y yo ya lo tendremos todo listo, ¿a qué hora vamos a tu casa? —pregunté.

—Todos en mi casa después de cenar. Mis padres no están, así que todo será mucho más fácil.

—¡Perfecto!

Colgué, ansiosa y emocionada.

—Christina, vamos al supermercado. Hay que comprar algunas cosas.

Ella asintió.

Cogimos las llaves del mueble de la entrada y fuimos a la tienda. Sus puertas nos abrieron paso al interior y el ambiente cálido nos hizo querer quedarnos allí.

—¿Qué vamos a comprar? —preguntó mi hermana.

—Patatas fritas, chocolates, golosinas…

—Mmmm, qué rico —se relamió.

Sonreí.

—¿Puedo coger algo especial?

—Por supuesto, elige lo que más te guste —respondí, despeinando su pelo a modo cariñoso.

—¡Bien! —exclamó.

Recorrimos el supermercado en busca de productos necesarios como servilletas, vasos, tenedores y platos de plástico. Por último, fuimos al pasillo de las golosinas y nos encontramos con alguien que no esperábamos.

—¡Lyna! ¡Christina! —exclamó.

—¡Hola, Ebi! —saludé.

—¿Qué hacéis aquí?

—Lo mismo que tú, comprar chucherías —sonreí mientras señalaba la estantería.

—¡Qué casualidad!

Las tres reímos.

—¿Qué comprarás? —No quería comprar lo mismo.

—Patatas de queso y jamón, golosinas con pica-pica y vasos, plat… —dejó la frase en el aire al ver mi mano alzada con aquellos productos y rio—. Bueno, solo patatas de queso y jamón y golosinas con pica-pica.

—¡Perfecto!

—¿A qué hora irás a la casa de Feny? —preguntó Christina.

—No lo sé, no he hablado aún con ella. ¿A vosotras os ha dicho algo?

—Sí, mientras preparaba la mochila la llamé por teléfono y me dijo que después de cenar teníamos que estar todos en su casa.

—¡Genial! Entonces cenaré pronto para ir cuanto antes.

—Nosotras también, aunque depende de la hora a la que lleguen mis padres. Han salido a visitar a unos vecinos y tenemos que esperar para cenar todos juntos —explicó mi hermana.

—Tranquilas, cuando podáis. No iremos al museo maldito hasta que no estemos todos —dijo al tiempo que me daba con el codo en el brazo y me miraba de forma cómplice.

—¡¿Estáis locas?! —gritó un señor que había a nuestro lado. Suspiré y puse los ojos en blanco… Perfecto, ahora tendríamos problemas—. ¿Pensáis ir al museo maldito? —alzó la voz—. ¿No habéis entendido por qué tiene ese nombre? «Museo maldito», es muy simple, no hay que ser muy listo para darse cuenta de que no se puede entrar allí.

El hombre hablaba enfadado y todo el mundo nos estaba mirando.

—¿Vais a ir al museo? —preguntó incrédula una señora que se acercaba arrastrando con dificultad su rebosante carro de la compra.

—No… Bueno… Era una broma —consiguió farfullar Ebi.

—No les haga caso, señora —intervino el hombre—. No estaban bromeando, lo decían completamente en serio.

—Ahora mismo me vais a dar el teléfono de vuestros padres —ordenó la señora con gesto serio.

—No hemos hecho nada malo —se excusó Ebi.

—Pienso decirles que pensáis entrar en ese museo —insistió la señora, señalándonos con el dedo.

—¡Pero no vamos a hacerlo! —aseguré a la desesperada—. En serio… No hace falta que llame a nuestros padres, no vamos a ir a ese sitio tan peligroso…

Por supuesto que íbamos a ir. Y ni mucho menos les iba a dar el número de mis padres, pero mejor no decir eso en voz alta. Prefería que pensaran que todo era una broma y nos dejasen en paz.

Las tres pusimos nuestra mejor cara de buenas y dio resultado.

—De acuerdo… —accedió el hombre tras un suspiro— solo por esta vez. Pero vigilaré la zona y, si os veo por allí, llamaré a la policía, ¿queda claro?

Asentimos con una sonrisa angelical.

La señora se fue tirando de su carro y con cara de pocos amigos.




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