Kaori, la esfera mágica

Capítulo 12

Sentí que algo dentro de mí se revolvía. Me doblé por la mitad, agarrándome la barriga. ¿Sería algo que había comido? No tenía ni idea, pero fuera lo que fuese, me estaba matando. Hice todo lo posible por retener el líquido asqueroso; sin embargo, tuve que correr hasta el servicio, levantar la tapadera del váter y dejarlo salir. Era eso o vomitar en la cama.

Una vez todo fuera y mi angustia calmada, me lavé los dientes. Alcé la cara para mirarme en el espejo y colocar bien los mechones alocados que tenía por melena cuando la vi. Otra marca, ahora en la mejilla. Era parecida a la del pelo-verde, con forma de triángulo isósceles desde la mejilla hasta el ojo, en horizontal.

—No puede ser… —susurré, tapándola con la mano.

¿Y ahora qué? No podía dejar que la vieran mis padres, mi hermana o mis amigos, seguro que empezaban con sus dramatismos y acababan llevándome al hospital. Lo único que se me ocurrió fue taparla.

Corrí a mi cómoda y abrí el primer cajón. Rebusqué entre las cosas: gorros, guantes… ¡ahí estaban las bufandas! Cogí una y la enrosqué en mi cuello de manera que la marca quedara tapada.

—¡Hora de desayunar! —gritó mi madre desde la cocina.

—¡Voy! —respondí.

De camino a las escaleras vi mi reflejo en un espejo.

—Santo cielo… —susurré.

Cualquiera que me viese no sabría decir en qué época del año estábamos: bufanda alrededor de cuello y boca, sudadera, pantalón corto y chanclas. No podía aparecer así, sería muy raro. Además, ¿cómo iba a comer sin quitarme la bufanda? Era una locura… 

—No tengo hambre —le dije a mi madre, resignada y de vuelta a mi cuarto.

—¿No vas a comer? —se sorprendió.

—No… —Rodé los ojos.

—Hija, ¿te encuentras bien? —preguntó mientras subía las escaleras.

—¡Sí, mamá! —me apresuré a decir—. ¡No hace falta que subas!

Aunque no muy convencida, terminó dándome permiso para saltarme el desayuno.

El día transcurrió sin nada nuevo ni extraño, que era lo que más me preocupaba. Me pasé todo el tiempo en mi cuarto, mirando las marcas una y otra vez, sin dejar de escrutarme por si se hacían presentes nuevas señales. Para mí suerte, quitando esas dos, todo estaba como debía. Sin embargo, mi mundo se estaba volviendo un tanto asfixiante. Con ese ya llevaba dos días encerrada en mi habitación sin dejar de pensar en todas las cosas extrañas que me habían pasado. Quería —más bien necesitaba— tomar algo de aire fresco.

Como ya había anochecido, rondaban las diez, me quité la sudadera y me puse una chaqueta algo más abrigada. En mi pueblo la temperatura baja demasiado por la noche y aquel día hacía más frío que nunca. Las calles son bastante tranquilas y casi todos nos conocemos. Hay sitios para visitar, como el antiguo museo —nada aconsejable— y el gran estadio; tenemos equipos de vóley y de baloncesto. También hay tres guarderías, un colegio, dos institutos y una gasolinera que reformaron hace poco porque una empresa muy famosa de comida la compró. Tenemos piscina comunitaria y un paseo precioso para caminar y que pasa por el centro médico.

Es un pueblo rural situado entre dos montañas, aunque algunas zonas son más modernas. Mi casa está justo en el centro y desde mi ventana se ve el hermoso paisaje y un trocito de la laguna con aguas cristalinas y llena de truchas y patos. En nuestro bosque crecen unas frutas gigantes y sabrosas… ¡Me encanta mi pueblo! Iba ensimismada y mirando al suelo. Mi mente, a pesar de que había salido para despejarme, seguía dándole vueltas a lo mismo. 

Un sonido desagradable y nada común en esa zona captó mi atención: goma chirriando en contacto con el suelo. Dejaba un rastro negro en el asfalto. Un destello de luz me cegó. Si el coche hubiese venido en mi dirección, habría sido golpeada y enviada varios metros hacia atrás sin poder hacer nada; por suerte no fue así. Un golpe seco seguido de un bramido fue lo último que percibí antes de que el vehículo se diera a la fuga.

«¡Estúpido conductor!», grité para mis adentros.

Miré hacia el lugar en cuestión e identifiqué a un ciervo, ahora muerto y bañado en sangre, que yacía en el asfalto. Lo miré con pena. Qué delicia desperdiciada…

«¡Un momento! ¿Acabo de pensar que esa asquerosidad es una delicia?», me pregunté confusa y asqueada, aunque en realidad parecía sabroso… «¿Sabroso? ¿Estoy tonta? ¿Qué está pasando por mi cabeza? ¡Lyna, concéntrate!», me regañé a mí misma.

No conseguía controlar del todo bien mis pensamientos y estaba manteniendo una conversación conmigo misma bastante extraña. 

Me acerqué poco a poco hasta el cadáver mientras el olor a sangre comenzaba a inundar mis pulmones. Cuando estaba a un par de metros, una sombra apareció y se abalanzó sobre el animal. Escuché cómo succionaba. ¿Acaso se lo estaba comiendo?

Entrecerré los ojos y estiré el cuello en busca de un ángulo mejor. ¡Estaba lamiendo y bebiendo toda la sangre del ciervo!

Retrocedí asustada. Mi mala suerte, mi gran mala suerte, me hizo pisar una rama y, al partirla en dos, el estruendo me resultó el más fuerte del universo. Por supuesto, no pasó desapercibido. Aquella sombra se puso de pie y se giró.




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