Karma en papel

Tres días

Correr era una palabra que se quedaba corta. John volaba por el pasillo sin regresarse a ver. Abría puertas desesperado y las cruzaba. Cuando encontraba alguna cerrada no batallaba mucho y se giraba en busca de otro camino. Siempre le escuchaba cerca. Le sentía susurrando desde las paredes, arrastrándose por el suelo, llamándole desde el techo. ¡Estaba por todas partes! ¡Lo alcanzaría!

John jamás consideró su casa grande, pero cuando intentó encontrar la salida supo que estaba equivocado. Su bendita casa parecía un laberinto y ningún camino le llevaba a la salvación.

Subió las escaleras por tercera vez y giró hasta un estrecho pasillo. Cuando vio una única puerta entendió que era mala idea. Sin embargo, no podía regresar. ¡Estaba detrás de él! Intentó girar la manija, pero sus dedos no le respondieron. Se resbalaban por el metal como mantequilla sin tener la fuerza para girarlo.

Iba al cuarto intento cuando sintió frío en la espalda. Se quedó inmóvil. El monstruo estaba detrás de él, oliéndole. Algo le pinchaba. John se imaginó que eran púas que se presionaban contra su hombro.

¿Su muerte estaría cerca? ¿Sería cruel? No dejaba de recordar las descripciones de su madre, vísceras dispersas, gargantas arrancadas.

—Moriré, ¿verdad? —lloriqueó.

Un gruñido profundo le respondió. Era tan amenazador que lo sentía vibrar dentro de su cabeza. John gimió.

—Al menos, puedo saber ¿por qué?

No hubo respuesta porque el demonio clavó sus garras en su nuca y le golpeó contra la puerta. El golpe fue tan fuerte que astilló la madera dejando que la cabeza de John atravesara el umbral. Pronto su cuerpo le siguió.

Él jamás lo entendería, solo supo que de alguna forma pasó del pasillo a estar en medio de una habitación. Un lugar que no había visitado en décadas.

El polvo creó una cortina que dificultaba identificar al enemigo. Parecía arrastrarse por el suelo clavando unas uñas tan poderosas como las de un oso. Además, llevaba en sus muñecas unos grilletes de prisión. John intentó pararse, pero el temblor en sus piernas le hizo caer. Gateó como pudo para alejarse.

Tenía la esperanza de llegar a la ventana y arrojarse desde allí. No le importaba morir, solo quería escapar. Pronto se dio cuenta que no avanzaba nada. Es más, sintió una presión que le obligó a echarse dejando solo sus uñas para intentar continuar. Del esfuerzo se rompió las uñas, algunas incluso arrancándoselas de raíz.

Estaba por intentar ponerse de pie cuando una de esas garras se hundió en su tobillo cerrándose como una trampa de oso. Él gritó hasta quedarse mudo. Quería continuar luchando, pero ya no tenía fuerzas.

Entonces los ojos brillaron en la oscuridad, amarillos como si fuera ictericia con venas rojas que daban asco. Subió por su cuerpo hasta plantarse frente a frente. Olía a podredumbre.

—Eres el siguiente— dijo con voz de ultratumba. Sus palabras apenas eran entendibles, tenía una especie de acento extranjero.

—Mátame —gritó John desafiante. Sacando de alguna parte valor. Él no era católico, pero siempre había creído en el cielo. Cualquier lugar era mejor que ahora.

—No

El monstruo no le dio tiempo a reflexionar se fundió con él y entonces su voz estaba en todas partes, el olor a podredumbre dentro de él, los recuerdos de guerra y muerte le pertenecían. John se sacudió en el suelo intentando sacarse al demonio de debajo de su piel. Se aruñaba y se golpeaba. Tenía que sacarlo.

Cada parpadeo le mostraba a su padre asesinado. Sus ojos abiertos, su dedo índice señalándole. A su madre en un rincón oscuro arañada y con un cuchillo. Un trueno que lo iluminaba todo y dejaba ver a multitud de cadáveres que se reían de él.

—Tres días y morirás.

Eso se repetía como un eco volviéndole loco, condenándolo.

Tanto era el dolor que John se desmayó. Su consciencia se rindió y su cuerpo se quedó quieto. Apenas fue consciente de que alguien le llamaba o que le alzaron. Luces blancas, olores distintos, el frío de una cama de hospital.

Una enfermera mirándole. Un paño frío sobre su frente. Un monstruo devorándole la cabeza.

Pasó algo de tiempo luchando con sus propios párpados que se negaban a abrirse. Presentía que el monstruo seguía ahí. Mirándole, acosándole, incluso peor, dentro de él. Cuando al fin despertó la miró a ella: una mujer de cabellos negros.

Llevaba un gorro blanco de enfermera. Su piel era muy pálida y era una completa desconocida. Sin embargo, tenía una especie de fulgor dorado que la hacía entrañable como si se conocieran. Su luz espantó al monstruo y le dio un poco de paz.

Al verlo despierto ella dio un respingo y se levantó de golpe. Estaba incluso asustada.

—Doctor —gritó retrocediendo hasta la puerta y asomándose en el pasillo. —Doctor.

Tras unos minutos entró un hombre anciano con anteojos redondos. Hizo una mueca al verlo y desplazó a la enfermera que aprovechó la oportunidad para huir.

John intentó hablar, pero ninguna palabra salió de su boca. Solo un olor putrefacto que obligó al doctor a taparse la nariz. Él se llevó una mano a la garganta o al menos lo intentó. Su mano estaba libre, pero se sentía más pesada de lo normal y no dejaba de temblar. Solo las marcas rojas de sangre le indicaban donde estaban sus dedos.




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