John no dejaba de mirar hacia atrás. Las calles estaban vacías y ni siquiera los animales se interponían en su camino. La oscuridad se estaba desvaneciendo y regresaba el día. Sin embargo, eso no lo tranquilizaba. Sabía que el monstruo lo seguiría. El problema era él.
Bajó por una gran cuesta y rodeó varias casas destartaladas. De vez en cuando algún rostro sucio se asomaba por las ventanas. John se tapaba con su gran abrigo sintiéndose como un vagabundo. Jamás pensó que se encontraría por esos lares. En las zonas más olvidadas de su ciudad.
Pronto llegó a la dirección del papel. No había dejado de pensar en la enfermera. No entendía por qué le ayudó. Tampoco qué sabía o si estaba bien.
Se miró el brazo con la cruz incrustada. Sus venas parecían normales, el color de su piel no resaltaba, bueno, ahora era más pálido que de costumbre, pero era normal. Incluso su altura lo era. ¿Por qué él? ¿Por qué de entre todos los hombres, él tenía que cargar con una maldición?
Tocó con precaución la puerta de la casa. El timbre había sido arrancado por completo. Escuchó pasos dentro. Quizá también una discusión. Volvió a tocar. Tenía frío y miedo.
La puerta se abrió con un chirrido. Apenas unos centímetros. Apareció la cara de una anciana. Tenía la piel bronceada y los labios demasiado pintados. Lo miró enfadada.
—¿Qué quieres? —ladró.
—Tengo esto.
John le mostró la nota de la enfermera. Esperaba que lo escrito tuviera más sentido para ella. Él lo único que había descifrado era la dirección. Sin embargo, los símbolos de debajo jamás los había visto.
La mujer lo desdobló con cuidado y se concentró en la lectura. No tardó en afear su mueca.
—¡Ay, esta niña! —se quejó. Miró a ambos lados de la calle y después a John.
—Por favor —suplicó él—. Alguien me persigue.
La anciana bufó y abrió la puerta.
—No te prometo nada —dijo.
La casa olía a incienso y humedad. Una extraña combinación que le recordaba a tiempos antiguos. Quizá a recuerdos de su niñez.
La mujer le condujo a una sala redonda con un sillón empolvado y una mesa pequeña. No le ofreció té, ni nada de cortesía. Simplemente le dijo que esperara. Un reloj de pared con su tic-tac le recordaba que no estaba a salvo.
En cualquier momento vendrían por él. John temía que la señora se demorara demasiado. Él no tenía tiempo. Se rascó incómodo la cruz en su mano. No era creyente, pero ahora rezaba. “Ayúdame, ayúdame, por favor” le decía.
La puerta se abrió después de un rato. Entró la mujer con el cabello recogido en un pañuelo oscuro y sus dedos llenas de anillos de todos los tamaños y formas. Llevaba al cuello una pequeña bolsita de terciopelo. Tomó asiento frente a él.
—Déjame verlo —dijo extendiendo sus manos.
John no sabía a qué se refería, pero extendió su mano de la cruz.
—¡No! —dijo enfadada—. No necesito ver el trabajo de Claire. Ya lo conozco. Déjame ver la marca.
—¿Qué… qué? No sé…
—¡Ay! —dijo exasperada pasándose una mano por el rostro—. ¿Por qué yo, señor? ¿Por qué?
John se quedó en silencio. Retorciéndose los dedos y encogiéndose de hombros.
—¿Tienes marcas de nacimiento?
Él se lo pensó. Había nacido con los clásicos lunares. Puntitos dispersos por su piel, pero nada en especial.
—Creo que no —dijo sacudiendo la cabeza.
La mujer puso los ojos en blanco y se sacó la bolsita. Lanzó su contenido en la mesa. Un sonido de tintineo resonó en la madera. Unos pequeños huesecillos se esparcieron por la superficie. Ella los estudió con detenimiento. Asintiendo de vez en cuando.
Repitió el lanzamiento tres veces. Sorprendentemente, los huesos cayeron en el mismo sitio. ¿Cuál era la probabilidad? Al final, los recogió con cuidado y volvió a guardarlos.
—Déjame ver tu pecho.
John carraspeó incómodo, pero no se opuso. Se desabotonó la camisa y se quedó boquiabierto.
—¡Eso no estaba ahí! —gimió asustado.
Sus dedos se abalanzaron a la altura de su corazón. Una gran mancha negra invadía su piel. Tenía una forma extraña. Similar a una manzana podrida.
—Ahí está —se limitó a decir la anciana. Extendió sus dedos nudosos hacia su piel.
Su tacto era frío como el hielo. Solo con rozarlo sus ojos se pusieron en blanco y su cabeza se giró hacia arriba. Él se asustó e intentó apartarla, pero sus dedos estaban pegados.
La conexión duró unos tres minutos. Entonces ella se apartó con brusquedad. Escupía en el suelo y trataba de limpiarse la boca. Es más, se marchó un momento de la sala y John escuchó cómo se arrojaba agua. ¡Se estaba limpiando! ¿Era tan malo lo que había visto?
Él esperó pacientemente. Tocando la marca e intentando sentirla. Lo único extraño que percibía era que la cruz ardía. Se volvía rojo fuego y cuando él lo soltaba se apagaba. Además, si cerraba los ojos podía escuchar un susurro en medio del segundero. Un momento donde el tic-tac se sentía detenerse y el susurro se convertía en palabras ancestrales.