Karma en papel

El último de los suyos

Era tranquilizante: el sonido de la pala raspando la tierra. Los pequeños gránulos negros cubriendo sus uñas y cabello. Nunca se imaginó cavando, de hecho, su vida entera estaba en un despacho.

La tierra seca se mezclaba con la húmeda. El frío poco a poco se disipaba con el día. Estaba tan en paz que incluso tarareaba una canción.

Era una canción antigua que solía cantar su madre. Años odiándola y al fin la entendía. Resultaba que no era solo una loca.

—Perdón, mamá —susurró.

—¿Señor? —la voz venía de muy lejos. John se vio obligado a detenerse y buscar su origen. No tardó en distinguir a su fiel mayordomo.

El hombre se movía lento por el gran jardín. Con pasos cortos y rítmicos. Lo miraba asustado como si él se hubiera vuelto loco. John lo esperó pacientemente. Mientras tanto, se limpiaba el sudor con un trapito.

—¿Qué está haciendo, señor? —no había palabras para describir lo sorprendido que estaba.

John se rio. No podía hacer nada mejor. Su mayordomo lo creía loco y quizá estuviera en lo cierto. Su risa le provocó escalofríos al pobre hombre.

—Cavo —respondió él mirando a la pala y el enorme hueco bajo sus pies. Faltaban un par de metros más para que fuera suficiente.

—Eso… ya lo veo…, pero ¿por qué?

—Para las tumbas, por supuesto.

Si esto hubiera sido una comedia, su mayordomo se hubiera desmayado. Sin embargo, en la realidad, él solo se quedó mirándolo. Pensando en si debía llamar al loquero.

John le explicó lo que pasaba. Respondió preguntas. Evadió respuestas. Al final, el mayordomo suspiró y se dispuso a ayudarlo.

Cuando el sol se desvaneció en el horizonte y las sombras se adueñaron de la tierra, John decidió dar por terminado su trabajo. Entró a la casa y se puso su mejor traje. Lo reservaba para ocasiones especiales como cenas de beneficencia o de año nuevo.

Se arregló ante el espejo, asegurándose de que hasta el último cabello estuviera en su lugar. Los zapatos lustrados, el corbatín perfecto. Estaba listo para enfrentar su destino.

Mientras caminaba por el pasillo, se encontró con su mayordomo. El hombre se paraba firme a su lado. Dispuesto a seguirlo.

—Por favor —le rogó sujetándolo por la chaqueta —. No puedo dejarlo solo.

—No lo harás, viejo amigo. Tú estarás al final.

John lo retuvo un momento hasta que asintió y le entregó un candelabro. Desfiló en silencio hasta abrir la puerta. Miró una última vez atrás. Su casa nunca le había parecido acogedora. No cambió esa vez. Era el mismo lugar solitario donde creció. Vacía y llena de recuerdos.

Salió al jardín y se plantó justo en el centro de las tumbas. Eran cuatro. Frescas e iguales. Tenían escrito los nombres en una tabla cortada desigual. No había flores, tampoco cadáveres.

John se arrodilló en la fría tierra. Tomó un puñado y lo olió. El petricor era fuerte y le ofrecía seguridad, pero no por mucho. Pronto se convirtió en un olor de podredumbre. Esa fue su señal. Tomó la pequeña bolsa de la bruja y la vació frente a las tumbas.

Mientras lo hacía, la luna brilló con todo su esplendor. Habría tregua mientras brillara. Poco a poco a su alrededor se formó una densa neblina. Le cubrió los pies y le envolvió por completo. John cerró los ojos, permitiendo sentir la humedad en su barbilla, en su pecho, en sí mismo. Entonces la música comenzó.

Era una tonadita aguda que provenía del mismo corazón de la tierra, de una dimensión más allá de los sentidos. John se atrevió a abrir los ojos y a la primera que vio fue a su madre.

Su palidez anormal no borraba su dulce rostro. Era tal y como la recordaba. Antes de que el odio empañara su figura. Su cabello suelto flotaba a su lado y apenas lo distinguió extendió los brazos.

—John —llamó con voz de ultratumba. Él sintió el peligro, los escalofríos. Apretó los dientes y se atrevió a acercarse más.

—¿Tampoco te has salvado? —preguntó su madre. Su voz aguda, dolida, llorosa.

—No. Lo dijiste: No hay donde esconderse.

—¡Oh, hijo mío! —sus lamentos rompieron las ventanas de la mansión y sangraron los oídos de John.

—Está bien, madre. Conmigo se acaba.

—¿Cómo? —la respuesta ya no era de su madre, sino de su padre.

Tenía el aspecto que él recordaba. El último. Antes de que muriera en el sillón. La pipa sobresaliendo de sus labios, la camisa perfectamente acomodada. Su aspecto era más sereno, pero al mismo tiempo inquietante. Un juego de luces que convertía a veces su imagen en algo más desagradable.

—Enfrentándolo.

—Morirás.

—Al igual que todos.

—No servirá de nada.

—Pediré piedad.

La respuesta acalló los llantos de su madre y dejó a su padre boquiabierto.

—¿Piedad? ¡No! Eso no tiene piedad. ¡No! —la respuesta de su madre fue violenta. Se levantó de golpe y en pocos segundos estuvo frente a John. Sus ojos llenos de furia, saliva verdosa resbalando por su barbilla.




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