Katerina Rouse

Capítulo 1

Mi madre siempre pensó que tener un nombre extraño y llamativo era sinónimo de atraer la buena fortuna. Por eso cuando dio a luz a esa extraña bebé de ojos grandes y negros no lo dudo. Y aun ante el rostro confuso de su marido no bajó sus ánimos de llamarme de esa forma. Creo que por el hecho mismo de pensar que la buena fortuna se ataría a mí solo por llamarme Katerina Rouse fue lo que provocó que fuera el infortunio el que se atara a mi desde el día que abrí los ojos en aquella pobre casa de madera. 

 

Mi familia era pobre, aunque mi padre era muy talentoso en su profesión como fotógrafo, no siempre teníamos dinero para comer. Mamá era costurera e intentaba ayudarlo con las entradas económicas para tener un mejor bienestar. Yo era su única hija, por fortuna, ya que con lo que ganaban ambos no hubieran podido vivir alimentar más bocas. A pesar de la escasez yo era feliz, mis padres me amaban y yo a ellos, por eso no importaba si hoy solo comeríamos un duro mendrugo de pan con algo de sopa, que era más agua que verduras, si escuchaba la risa de padre y la voz cantarina de mi madre toda adversidad desaparecía frente a mis ojos infantiles. A esa edad no sabía que los padres suelen esconder sus dificultades ante sus hijos y por ello por más que sufrieran por la necesidad de traer dinero a casa yo no lo notaba.

 

Pero un día mamá enfermó de tuberculosis, comenzó un día que estaba costurando unas prendas que le habían pedido hace unos días, y de los cuales según le dijo a mi papá pensaba ganar un buen dinero, cuando empezó a toser con fuerzas escupiendo sangre frente a mi padre y a mí. 

 

—¿Mamá, estas bien? —le pregunté aterrada, a pesar de tener solo cinco años entendía que eso es signo de algo malo.

 

Aun estupefacta por su propia sangre se limpió la boca dirigiéndole una mirada asustada a mi padre, pero luego bajó hacia mi sonriendo con suavidad.

 

—Sí, solo estoy un poco resfriada —me acarició el cabello—. Y además comí algo que me cayó mal, iré a acostarme un momento, quédate aquí, tu padre me ayudara a acomodarme.

 

Y luego de eso lanzó una mirada hacia él que no dejaba de verla preocupado, con el ceño arrugado y los labios cerrados. Mi padre intentó sonreír a la fuerza repitiendo sus mismas palabras para luego alejarse junto a ella y conversar susurrando.

 

Se que me mentían, había escuchado a mamá toser desde hace meses, al igual que la vieja mucama que vivía frente a nosotros, tosía y tosía hasta que un día falleció. Como niña imaginaran lo horrible que es pensar que uno de tus amados padres vaya a morir, es un sentimiento horroroso, y aunque no lloré fue inevitable no aferrarme a sus brazos cuando la vi ya dormida como si con ello pudiera sanarla. 

 

Al otro día el medico vino a visitarnos, llevándose consigo los últimos pesos de mis padres, y moviendo la cabeza de forma negativa ante el desconsolado rostro de papá. Él que siempre sonreía a pesar de las dificultades se dejó caer en una silla cubriéndose el rostro sollozando desesperanzado, mientras que yo en un rincón, aferrada a una vieja muñeca de trapo, lo miraba sin saber cómo reaccionar.

 

—Pobre criatura… —musitó el doctor luego de contemplarme, y junto a su negro maletín salir de mi casa.

 

Papá siguió trabajando a pesar de que el invierno no le daba tregua, los días oscuros y lluviosos parecían más largos de lo habitual. Y la tos de mi mamá no se detenía. Solo me sentaba a jugar mirando la lluvia, y como esta entraba por las rotas cortinas, papá se puso de pie colocando maderas en las ventanas, pero aun así el frio se colaba al interior, y mamá seguía tosiendo en cama, y él se sentaba a su lado en la cabecera con la cabeza baja y ella le acariciaba la mejilla intentando sonreírle. Conseguir los remedios para mamá nunca fue fácil, papá ganaba lo suficiente, sin embargo, siempre corría frente a la consulta médica a suplicar al farmacéutico que le pagaría más tarde. Pero aquel hombre le cerraba la puerta en la cara, disgustado por las suplicas del pobre fotógrafo.

 

—Sin monedas no hay remedio —le repetía apenas lo veía acercarse.

 

Aquel hombre de rostro ovalado, y espeso y largo bigote, se me hacía como los tiranos de los cuentos infantiles que me contaba antes de irme a dormir ¿Cómo una moneda podía valer más que mi mamá? No entendía aun que todo el mundo se movía por dinero, que incluso vivir es un lujo para quienes ni siquiera tenemos que comer. Volvía a casa en silencio junto a mi papá quien caminaba cabizbajo, desilusionado, a casa, y tomaba su mano en silencio mientras intentaba sonreírme.

 

—Vamos a volver felices para que mamá no este triste —solía repetir, pero por más que lo decía me daba cuenta de que poco a poco aquel hombre joven y fuerte se iba debilitando a la vez que mamá también lo hacía.

 

¿Cuán oscuras y triste pueden parecerte las calles? Hay gente que ama la lluvia, el frio, pero no para todos es así, hay quienes la vida peligra ante las inclemencias del tiempo. Llueve y parece que la lluvia fuera negra, como una espesa capa de lodo negro que se impregna en los pobres calzados de quienes caminan buscando monedas que no aparecen. En invierno menos trabajo hay. Papá no puede ir a las plazas con su cámara si llueve de esa forma, y sin eso no hay comida. Una vieja vecina, aun pobre como nosotros, sintiendo compasión por nuestra condición vino a dejarnos algo de avena, y papá alimenta a mamá que solo escupe y vomita. 

 

—Lo siento, querido —exclama en los pocos momentos que la tos la deja hablar.

 

—Tranquila, cariño —le responde intentando sonreír—. Tal vez no tengo tan buena mano como tú, ya verás que cuando mejores volveremos a probar tu rica comida.

 

Mamá intentó sonreír, pero se cubrió el rostro llorando, es que él miente, la avena sabe bien, demasiado bien para estos estómagos vacíos. Solo que a ella puede ser que no le gusta según pienso mirando desde la roída mesa comiendo en silencio. Sigue lloviendo con más fuerzas y duermo en mi cama, temblando de frio a pesar de la gruesa colcha de piel de lana que papá colocó sobre mí. Nuestra casa tiene tantos agujeros que si quisiera guardar secretos sería posible, desde el tejado veo caer goteras, y me duermo contándolas e imaginando que son las hadas que han venido a cantarnos una canción de cuna. 




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