—¡Baja de ahí, cobarde! —me grito Dánae enrabiada pateando el tronco del árbol mientras que yo intento ignorarla más cuando acabo de encontrarme un nido acá arriba.
Ya han pasado dos años desde que Cassandra se fue del hogar, y luego de recibir golpes y palizas del grupo de Dánae al fin empecé a ser más rápida y llegar a la copa del árbol antes de que sus amigas pudieran encontrarme, e incluso esconder en uno de los agujeros más altos la cadena de mi madre. Por más que ella intentó quitármela, por más que me golpeó por no decirle en donde la tenía, su rabia ha ido en aumento ahora que ni siquiera puede alcanzarme.
—¡Katerina, Dánae! —gritó una de las maestras al vernos no sin antes tirar golpes con una varilla a las otras que huyeron apenas la vieron.
Nos castigaron, golpeando nuestras manos, y aunque es doloroso, el orgullo de poder evitar las palizas de Dánae, subir a ese árbol y sentir por momentos esa libertad, valen la pena. Ahora lo entiendo, mil veces mejor este castigo a que dejarse atrapar por esa chica y sus amigas.
—Claudia, basta —señaló la directora entrando a la sala.
Ver a esa mujer, que generalmente no hace presencia en este lugar, resulta intimidante, su rostro estirado, aquella expresión de asco con que nos mira, la altanería en sus ojos, y aquel alto moño de cabello blanco en su cabeza, asustan más que la cara de bruja de la maestra. Con su largo y elegante vestido avanzó hacia mi tomando mis manos con molestia y luego revisando mis palmas.
—Esta mocosa se va hoy, procura que luzca decente y limpia, y que sus manos no luzcan así —y soltándome con brusquedad salió del lugar.
—¿Me voy hoy? ¿Por qué? Aún no cumplo los dieciocho años —le pregunté a la mujer cuando me tomó de la muñeca con brusquedad.
—Te callas, Katerina, agradece que alguien quiera adoptarte —respondió con sequedad.
¿Adoptarme? Y aunque a cualquier pudiera parecerle la mejor noticia no es así cuando ya eres una niña “grande” como me contó Cassandra, solo se llevan a las niñas de mi edad para trabajar como empleadas, es muy difícil que alguien piense en llevarlas como hijas cuando ya están mayores. Tragué saliva, mis planes eran cumplir la mayoría de edad para salir de aquí y buscar a Cassandra como ella me dijo. Me llevó a mi cama sacando la maleta bajo el catre y revisando cada cosa que tengo, solo una cuchara de palo, un vestido viejo y algunos dibujos, pero nada más.
—Esto es solo basura —replicó de mala gana.
—Son mis tesoros, esa cuchara me la encontré enterrada, ese vestido es para ocasiones especiales, y esos dibujos es mi diario y…
Me miró en forma despectiva antes de tomar todo eso y tirarlo a la basura ante mis ojos. Solo dejó el vestido, le reclamé y solo me gané un tirón de orejas que me la dejó roja como tomate, y caliente como papa. En eso recordé la cadena de mi mamá que escondía en lo alto del tronco.
—Debo ir por… algo importante —exclamé, pero antes de salir me tomó del cuello del delantal llevándome al baño.
Me desvistió para dejarme caer agua fría en la cabeza y restregarme con nula delicadeza, pero aprendí a no quejarme, la vida en el orfanato te enseña que si te quejas todo empeora, si el agua esta fría solo castañeas los dientes y aguantas, si el jabón te entra en los ojos y oídos, lo mismo. Luego me peino casi sintiendo que mi cabello me arrancaría la piel, tirante en un solo moño recogido. Y al final mi viejo vestido que me quedaba pequeño, me veía graciosa pero decente, supongo.
Me tomó de la muñeca llevando por pasillos que nunca había visto en mi vida y cuya elegancia contrastaba con lo que conocía, alfombras cubrían el suelo, y las paredes decoradas con exquisitez, cuadros de paisajes hermosos e inalcanzables, bosques y árboles, y con eso me sentí desesperada pensando en la cadena de mi madre.
—Deme cinco minutos y prometo volver y…
Pero como respuesta me tironeó del moño sin ánimo de escuchar mis palabras y me siguió arrastrando por la muñeca hasta detenernos frente a una gran puerta de madera. Dio dos golpes antes de escuchar, la voz de la directora, que le autorizó a pasar. Y ante mis ojos la bella decoración de aquella sala me dejó estupefacta, me fue imposible no fijar mi atención en las pinturas ni en las esculturas, más ante la cantidad de libros y detalles coloridos y llamativos que jamás había visto en mi vida.
—Querida Katerina —escuché una voz cantarina de la mujer de rostro arrugado que intentaba sonreírme a la fuerza.
Fue tal mi extrañeza que solo la miré sin responder y la directora tosió incomoda ante el desconocido que se acercó a mi lado, y del cual sin siquiera mirarlo retrocedí al darme cuenta de que quería tomar mi mano.
—Perdónela señor Torrealba —habló la mujer riendo con fuerzas—. Katerina es algo tímida la primera vez que ve a alguien que no conoce.
—No hay problema —le respondió, una voz tan cálida que me fue imposible no fijarme en el rostro del hombre que había hablado.
Y me sonrió con dulzura, sus ojos son tan claros que parece que fuera el cielo de un día de verano, más con ese cabello claros, y rostro armonioso, es como un príncipe de los cuentos que mi mamá me contaba. No pude evitar abrir la boca pensando mil ideas extrañas en torno a la figura de quien estaba frente a mí.
—¿Vino en su corcel blanco? —le pregunté emocionada, pensando que había venido de un castillo lejano a buscarme, aunque yo no soy una princesa, se va a desilusionar cuando lo descubra.
Me miró confundido antes de ponerse a reír, y esa sonrisa me recordó a mi padre. Hubiera sido un momento agradable sino fuera porque la directora me enterró sus uñas en los hombros como amenazándome a permanecer callada.