Daniela, la más joven de las empleadas de la casa me ayuda a acostarme. No puedo dejar de pensar en las palabras de Rafael y preocupada no soy capaz de meterme a la cama a pesar de estar ya con la camisa de dormir.
—Debería descansar —me habló acolchando las almohadas.
—Quiero hablar con Don Arturo, digo con mi padre, he decidido no casarme —le hablé y me miró como si no me entendiera.
—Usted es muy niña para pensar en eso —indicó sonriendo—. Además, no es hora para que aparezca en medio de los adultos, ya con subirse a un árbol y caerse es suficiente por hoy para Don Arturo ¿No cree?
La miré pensativa luego ella con suavidad me empujó adentro de la cama.
—¿Tú tienes un pretendiente? —le pregunté y me miró desconcertada. Su rostro se enrojeció.
—No, claro que no, no está en mis planes y no he conocido al hombre ideal aún…
—¿Qué harías si tus padres te hubieran comprometido de niña con otro niño? ¿Te casarías? —le pregunté con seriedad, como ella es mayor debe tener más sabiduría que yo, sin embargo, se ha cohibido con mi pregunta y se ha puesto a ordenar la ropa en la silla.
—Supongo que sí, son mis padres, y ellos saben más que yo. Ya sabes las mujeres no siempre somos muy listas con estas cosas. Ya señorita debo irme, aún tengo trabajo, que descanse.
Y sin darme oportunidad de hacerle más preguntas salió con rapidez de la habitación. Y ahí me quedé, con los ojos abiertos en medio de la oscuridad, sin dejar de pensar en las palabras de Rafael, y en el poco simpático de Tomás. Arrugué el ceño pensando en este último.
—No, no puedo casarme con ese tonto —chillé antes de taparme la cabeza con una almohada y quedarme dormida.
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Desperté al escuchar una discusión. Me desperece restregándome los ojos y abrí la puerta asomándome curiosa por el ruido que me había despertado.
—¡Recién llegaste y me estás diciendo que ya te vas! —gritó Rafael exaltado golpeando la mesa—. ¿Cuánto tiempo planeas estar afuera?
—Joven Rafael, no debería hablarle de esa forma a su padre —exclamó el ama de llaves en forma severa.
—Rosaura, tranquila —habló Don Arturo—, no te preocupes, déjalo, puedo entenderlo.
Hubo un momento de silencio. No sé lo que esta pasando, y sé que no debo ser curiosa pero me preocupa la diferencia que hay entre Rafael y Don Arturo, más cuando también me afecta que se vaya tan pronto de viaje otra vez.
—Hijo, entiendo, pero tengo temas que resolver en la ciudad —le habló su padre.
—Siempre tienes temas más importantes que yo —balbuceó dolido.
Bajé las escaleras, intentando no hacer ruido para que no notaran mi presencia, pero no fue así, el ruido de uno de los escalones provocó que los tres me contemplaron sorprendidos, guarde silencio, Rafael al verme arrugó el ceño bajando la mirada, pero de inmediato levantó la cabeza señalandome mientras dirige su atención a su padre.
—La trajiste pensando que iba a reemplazarte o reemplazar la ausencia de mi madre y hermana —habló apretando los dientes—. ¡Mejor me hubieras regalado un perro!
—¡Rafael! —alzó la voz Rosaura al escuchar lo que acababa de decir.
Solo lo miré con zozobra ante su resentimiento, aun no comprendo que tan complicada es la relación de padre e hijo. Subió por las escaleras con paso pesado y al pasar a mi lado ni siquiera me dirigió la mirada. Al final se escuchó el portazo que dio con la puerta de su habitación.
Los dos adultos se quedaron en silencio, preocupados, es claro que es un tema más complicado de lo que imagino. Terminé de bajar al piso.
—¿Es en serio que ya se va? —le pregunté. Solo había llegado hace tres días después de un mes de estar ausente. Igual me gustaría que se quedara más tiempo, quisiera preguntarle tantas cosas.
—Sí, pequeña —me sonrió con tristeza—. Si no tuviera que irme me quedaría gustoso aquí en casa, pero es algo que se escapa de mis manos.
Moví la cabeza bajando la mirada, para luego mirar de reojo hacia las escaleras pensando que, si me siento triste porque Don Arturo vuelve a irse de viaje, él debe sentirse peor, ya que es su hijo.
—Entiendo, que tenga un buen viaje —señalé y él me miró entrecerrando sus ojos para acariciar mi cabeza.
—Gracias, cuando vuelva te traeré una linda muñeca —exclamó con un tono cordial.
—¿Y a Rafael? —no puedo negar que no me da curiosidad saber qué cosas pueden gustarle, sé que le gusta cabalgar que es lo único que hace cuando no está estudiando.
Si supiera que le gusta podría animarlo, de alguna forma tal vez podría sonreír, y dejar de andar con esa amargura que lo pone tan triste. Sin embargo, Don Arturo no me respondió, alzó su rostro triste al cielo, buscando la respuesta en ese lugar. Luego volvió su mirada hacia mí y noté sus ojos enrojecidos. No puedo evitar sentirme culpable por ponerlo así.
—Lo que él quisiera, mi niña, es algo que no puedo darle —me respondió intentando sonreír.
—Pero ¿Por qué? —¿Será demasiado caro? Podría ayudarlo trabajando, mi mamá vendía masa frita en la calle y eso puedo hacer, aunque no sé cómo amasar puedo aprender.
—Katerina, basta —la señora Rosaura puso sus dos manos en mis hombros, y aunque su tono fue severo sentí que también sonaba triste.
—Lo siento —musité avergonzada.
—No te preocupes, pequeña —me levantó de la barbilla y me sonrió para luego inclinarse frente a mi—. Cuida a tu hermano, intentaré volver lo más pronto posible.
—Don Arturo ya debe irse, perderá el tren —indicó la ama de llaves.