«Cuando sea grande, ¡voy a ser igual a ti!»
Decías con entusiasmo y una cuota de inocencia que lo hacía reír, sin sospechar que detrás de su risa, escondía más de un pesar.
Si bien maldices tu ingenuidad, no puedes cambiar el pasado, ni mucho menos este presente, mientras ves al cajón con su cuerpo, descender por el oscuro, frío y húmedo suelo en donde descansarán sus restos.
Puede que hayas llorado hasta desmayarte sobre su cuerpo inerte, pero aún sientes mucho más por lamentar.
No solo por confiar, sino también, por haber deseado con tanta desesperación llegar hasta donde estás.
Incluso, la máscara que llevas puesta, pesa más que el dolor que se instaló en tu corazón.
Si hubieras sabido que así se vivía la adultez, mientras aprietas con fuerzas los dientes de impotencia, jamás hubieras esperado hasta cumplir la mayoría de edad.
Es más, te remuerde, hasta las entrañas, el recuerdo de tu décimo octavo cumpleaños.
Allí, sin sospecharlo, él no festejó, sino que sufrió sin poder contener las lágrimas que caían por su mentón, al entregarte el símbolo de pertenencia que tantas ganas tienes de enterrarla junto a su cuerpo.
Tú lo que querías era experimentar la parte de gloria, satisfacción y realización. Jamás hubieras imaginado que, solo los que perdían el alma y el corazón, eran capaces de festejar pese a la desmesurada pérdida de camaradas.
Y, mientras es tu turno de dar un paso hacia el frente, aprietas con fuerza su máscara contra las yemas de los dedos.
Te resistes a despedirlo. Sin embargo, antes de arrojarla en el pozo, prometes vengarte. Incluso si fue tu espada, el arma homicida.
Editado: 13.04.2025